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Progresista...

Progresista...

miércoles 08 de septiembre de 2010, 14:53h

Curioso prestigio el de esta palabra milagrosa, ante cuyo altar es posible ver arrodillados a tantos...

 “Orden y progreso” era el lema del positivismo del siglo XIX, que incluso lo implantó como consigna en la bandera de Brasil y adoptó entre nosotros la administración roquista, hoy objeto de tantas críticas a tono con los tiempos posmodernos de las “revelaciones” neopopulistas de CK y las reivindicaciones indigenistas. “Progreso” era tabién la voz de batalla de las generaciones del primer Centenario, como un eco de las convicciones decimonónicas tardías, que le agregaban al progreso la calificación de “indefinido”.

 Para quienes fuimos jóvenes en los años 60 y 70 del siglo pasado, el progreso era un término siempre presente en los documentos de la legendaria “Fede”, y en las propuestas antifascistas de las formaciones de izquierda ortodoxa. Tanto, como lo había sido del fascismo: “El marxismo es odio, es sangre, es destrucción, es retroceso. El fascismo es compenetración, es progreso, es bienestar.” sostenía la proclama de la falange española, en 1934.

 ¿Qué tiene el “progreso” que le gusta a tantos? ¿Cuál es el común denominador de un concepto que une a fascistas, comunistas, socialistas y liberales? Y, en todo caso, ¿qué significa en la política cotidiana la definición de “progresista”?

Porque –no dejemos de advertirlo-, “progresista” se autodefine Kirchner, exponente actual de la más oscura regresión oscurantista, y “progresista” es Federico Pinedo, militante de una fuerza que –los demás- califican de “derecha”.

“Queremos conformar un frente progresista” proclama, por su parte Miguel Bazze, presidente del radicalismo bonaerense, al reivindicar un posible frente con los socialistas, y “progresistas” se autodefinen precisamente los socialistas, que votaron las leyes más reaccionarias del kirchnerismo: la de medios audiovisuales –destinada a coartar la libertad de expresión- y la de confiscación de los ahorros previsionales privados, por la que se ejecuta el saqueo a quienes habían ahorrado durante su vida activa para garantizar su vejez.

 Como no cabe pensar que todos quieran lo mismo a la vez que se pelean con tanta pasión, lo más probable es que, como tantos términos vacíos de las contiendas políticas, en realidad “progresista” no quiera decir nada.

 Si en la historia el concepto es confuso, ¿qué decir de los tiempos posmodernos, cuando los cuestionamientos a la modernidad confluyen en cuestiones claramente originadas en el “progreso”? Es el caso de la polución ambiental, la crisis de la biodiversidad y el cambio climático, frutos no queridos del desarrollo industrial traído por el “progreso”; la violencia cotidiana instalada crecientemente en todas las sociedades, fruto no querido del debilitamiento de los Estados producido por la globalización traída por el “progreso” de la revolución de la información y las comunicaciones; el renacimiento del indigenismo y las teocracias integristas del Islam, reacción frente al “progreso” de la colonización y de un sistema económico cuya productividad permitió a la humanidad sextuplicar su dimensión global en un siglo... y tantos otros fenómenos que generan hoy la confluencia de gladiadores de distintas épocas, luchando contra enemigos cruzados y generando alianzas tácticas cuyas incoherencias provocaría, si hoy viviera, la demencia del propio Descartes...

Progreso, hoy, expresa una cosa diferente para cada uno, lo que en rigor significa que no quiere decir nada. “Frente progresista” hoy, no quiere decir nada. Al igual que “izquierda” y “derecha”, es un término que esconde más de lo que muestra, y por lo tanto conlleva el peligro de la ambigüedad.

 Como no es posible, por otra parte, volver a inventar la pólvora, la política hoy debería concentrarse en definir sus objetivos en cada etapa, al estilo de las democracias maduras. Definir metas cuantificables en el corto plazo, formando acuerdos temporarios con quienes coincidan en esas metas, más que en difusos e improbables objetivos finalistas vacíos de entidad. En la Argentina, por ejemplo, esto significaría confluir en la defensa del estado de derecho y la reformulación democrática, banderas que permitirían unir fuerzas entre protagonistas que otrora fueron rivales y quizás lo vuelvan a ser en el futuro, pero que hoy, y en la etapa, seguramente coinciden en la necesidad de volver a contar con las reglas de juego bastardeadas por el kirchnerismo.

Libertades públicas, respeto y vigencia de los derechos de los ciudadanos, justicia independiente, reformulación del equilibrio federal, honestidad en el manejo de las finanzas públicas, transparencia en la gestión de gobierno, vigencia de la ley, son reglas básicas para cuya vigencia es imprescindible un acuerdo de características “neoconstituyentes”, que pasa por encima de las invocaciones seudoideológicas cuyo resultado es dividir, demorar y lastrar a un país que en lugar de desplegar sus velas para aprovechar las portentosas posibilidades de la revolución científico técnica, termina sumergiéndose en debates que recuerdan las febriles discusiones escolásticas sobre el sexo de los ángeles.

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