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10.950 días que cambiaron España

miércoles 13 de junio de 2007, 13:47h
Ahora te llaman de algunas televisiones y radios, te ofrecen ir a dar conferencias, para que hables de cómo eran las cosas hace treinta años, cuando, tal fecha como un 15 de junio, se celebraron las primeras elecciones democráticas tras el franquismo. Te llaman porque uno ya andaba entonces  por los pasillos de las Cortes, brujuleando y velando las primeras armas como periodista político, que es lo que uno sigue siendo, tres décadas y muchas cicatrices después. Te preguntan qué ha mejorado y qué ha empeorado desde entonces en la vida parlamentaria y política, a quiénes recuerdas, qué piensas de Adolfo Suárez ¿y de sus sucesores, hasta llegar a Zapatero?

No es verdad que treinta años no sean nada. Es muchísimo tiempo. Suárez no es Zapatero, ni Fraga es Rajoy, Ni Llamazares es Carrillo, ni Pujol es -por favor- Montilla. Ha pasado una eternidad, de la que recuerdas que entonces los policías vestían de gris y no acababas de fiarte de ellos, ni ellos de ti, maldito periodista vendepatrias. Y, claro, ni ordenadores, ni teléfonos móviles, ni euros, ni Europa. O sea, era otro mundo. Como lo era aquella visión de la sesión inaugural de las Cortes constituyentes que salieron de aquellas elecciones, aquella mesa de edad en la que se sentaban nada menos que Pasionaria y Rafael Alberti, dos personajes proscritos no muchos meses antes.

Existía la sensación de que todo iba a cambiar rápidamente. Y así fue. La Constitución, la abolición de la pena de muerte, la aprobación del divorcio, fueron pasos que suponían, entonces, una auténtica revolución en la vida de los ciudadanos. Luego han pasado muchas cosas: bastantes debates gloriosos, aunque progresivamente vayan haciéndose menos gloriosos;  algunos acontecimientos más bien bochornosos, como la tarde y noche del 23 de febrero de 1981 -al menos, nos vacunaron del peligro de involución militar-, y un país que maduraba en la democracia.

Tengo que confesar que andar, bloc o micrófono en mano, brujuleando por los pasillos del Congreso -por el Senado no voy mucho; ¿para qué?- sigue siendo, treinta años después, un viaje apasionante, pero menos. Ante las cámaras que me convocaban al recuerdo he repetido que la calidad de la clase política y, probablemente, también de la periodística, ha bajado bastante. Quizá tenga la culpa esa aburrida normalidad democrática, tan deseable, dicen; aunque yo más bien creo que el deterioro de todos nosotros tiene más de fenómeno moral, ético y estético, que de relación con factores exógenos (será el maldito paso del tiempo).

Porque, la verdad, como periodista no he tenido ocasión de aburrirme ni uno solo de estos 10.950 días que nos han cambiado a España, esta España a la que no reconocería ni la madre que la parió, como dijo Alfonso Guerra. Por cierto, el único diputado que sigue ahí, sentado y cada vez más silente en su escaño, desde hace treinta años. O sea, desde aquel 15 de junio de 1977. Cuando Franco quedó, creo, definitivamente, olvidado.
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