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Tomás Gómez bajo la lupa

martes 17 de mayo de 2011, 08:23h
Tomás Gómez nació en Holanda en 1968, tres años antes de que yo lo hiciera en Madrid. En 1970 se instaló en Parla, donde acabó siendo un alcalde espectacularmente apoyado desde 1999. Y allí fue al colegio privado San Miguel, que hoy no existe y nunca debió ser ni remotamente parecido al Británico, donde estudió Esperanza Aguirre y al que lleva sus hijos José Blanco: la primera presume de ello; del segundo no hay constancia de que lo haga o lo deje de hacer. La cuestión es que, en el transcurso del único debate electoral en Telemadrid, con Aguirre y Gordo; el aspirante a presidente se presentó a sí mismo como un “producto de la pública”. Horas más tarde, intentó justificarse apelando a la condición del Instituto y la facultad donde cursó el Bup, el COU y la carrera de Ciencias Económicas. El viaje, entre reparador y simulador, terminó un poco como la bola de nieve en una pendiente pronunciada: para no reconocer del todo dónde estudió y para no confesar del todo lo que ocultó en televisión; Gómez reinventó la historia y aseguró, en Onda Cero, que estudió donde estudió porque en Parla no había colegios públicos entonces. Cuando él ingresó en cuarto de EGB, yo estaría en Primero: mi colegio era el Ignacio Zuloaga, en Francos Rodríguez, a la vera de esa calle tan periodística llamada Federico Rubio y Gali oreada por la Dehesa de la Villa. Dos cursos después –tras pasar brevemente por monjas dominicas y curas menesianos y antes de aterrizar en el concertadillo Minerva y en la publiquísima ULA- asenté mis torpes ingenios escolares en el Dulcinea de la maravillosa Alcalá de Henares. Gómez ya debía estar en el mítico octavo, y obviamente pudo cursarlo en cualquiera de los nueve colegios públicos de la modesta Parla. Descartado el lapsus por la reincidencia, sólo queda una explicación: o le avergüenza su pasado, o lo considera incompatible con su discurso actual al respecto de la educación presuntamente auspiciada desde la Comunidad, aunque los datos digan lo contrario del sainete: desde 2003, se han abierto 74 centros públicos, 242 bilingües públicos, 32 institutos bilingües y 40 concertados. A vuelapluma, con apoyo matemático de la célebre vieja y su popular cuenta, sale que sólo uno de cada diez centros escolares es concertado. Si alguna crítica cabe a la Comunidad es más, en todo caso, por no haber apostado mucho más intensamente por un modelo de gestión educativa que en países tan serios como Francia ocupa un 50% de la cuota y por haber limitado su exiguo 10% a conciertos con la Iglesia, en lugar de apoyar más y mejor a fórmulas como las de la cooperativas de profesores con tan buen resultado en media Europa.   Peces Barba ha pasado de loable padre de la Constitución a aparente padrastro de un discurso desbocado con su protegido Gómez: él mismo se arroga la Transición y apoya o ataca a Zapatero sin medida No se sostiene, con los datos reales y no los meros eslóganes, la especie privatizadora en un ámbito que requiere de menos lugares comunes y de mayor valentía: insistir a estas alturas, como hace también el Gómez abonado a los tópicos, que a la Universidad le faltan recursos, es una frivolidad que nadie serio mantendría y que sólo puede obedecer a un profundo desconocimiento de la materia o, más probable, a un deseo de agradar a la clientela que necesita para llegar al 30% de los votos y no morir por la mezcla del pasado de Simancas y el futuro de Rubalcaba. Aunque sea al precio de renunciar a una visión crítica de la falta de reversión laboral, intelectual y económica de nuestra universidad tras muchos años de inversión pública generosa; o de la inaceptable epidemia de bajas en la escuela pública; o de la progresiva transformación del docente en un objetivo sindical que le resta autoridad a cambio de darle jornada continua; o de la inquietante certeza de que, con la mitad de coste para el erario público por plaza, la concertada gana a la pública en las preferencias paternales. El liviano análisis educativo, en el que la parte más demagógica y degradante de la ideología sepulta una receta solvente desde esos mismos principios; es indispensable para entender el desvarío bochornoso sobre el caso personal de su educación infantil y, desde luego, para  conferirle la gravedad que tiene a la conjunción de ambos factores. Porque si de un lado te avergüenzas de lo que has sido y de otro estimulas una falsa percepción de un servicio esencial para el ciudadano; sólo logras prolongar el prejuicio y el tópico -madres de todos los atrasos-, sin aportar alternativa alguna digna de ser tomada en serio para paliar los problemas siempre evidentes que albergan ambos servicios: que sean de los más valorados de España o que no estén en manos privadas no equivale a avalar todo lo que se hace ni cómo se hace; y la habilitación de colegios segregacionistas o la falta de equipos de apoyo son dos buenos ejemplos de lo mucho que queda por mejorar. Tácticamente, se comprende muy bien que Gómez elija la Sanidad y la Educación como terrenos de confrontación para desviar la atención del paro y la crisis económica; pero es muy preocupante que el fin electoral avale todos los medios. Que en este caso son los clichés, las falsedades y, sobre todo, una galopante ausencia de alternativas claras, apenas sustituida con ocurrencias que bien podría sellar, por su soberana insolvencia y su buenismo inane, cualquier mozalbete de colegio privado o jovezno de instituto público.   Todo ello le libra al PP de explicar mejor qué va a hacer para paliar el fracaso escolar, evitar la creación de guetos educativos en los colegios más modestos, atacar la degradación de una universidad inútil o lograr que, amén de hablar inglés, los niños piensen en cualquier idioma de una manera más solvente que sus políticos. Porque el reverso del destructivo discurso de Gómez, en su bola de nieve, es tan facilón como igualmente improductivo: basta con añadir una viñeta a esa caricatura que dice que un socialista es alguien que le dice a la gente dónde vivir, dónde estudiar, dónde curarse y a quién debe dar su dinero pero luego, en la intimidad, elige un colegio con uniforme, un chalet en la Sierra, un seguro en la clínica de La Moncloa, el mayor y mejor sueldo imaginable con el menor esfuerzo posible y, como dice Gregorio Gordo (IU) del caso que nos ocupa, privatiza todo lo privatizable cuando toca algo de poder en una alcaldía, preso de un ataque de realidad. Como esto no puede ser verdad, como es tan falso y contraproducente como las caricaturas nobiliarias o golfísticas de Aguirre, como el juego democrático decente ha de ser una competición de altura entre dos diagnósticos solventes para una misma enfermedad; como un tipo tan querido en Parla no puede ser tan patán al aterrizar en la Metrópoli; bueno sería que alguien le dijera a Gómez que huya con rapidez de la imagen que se está ganando para no perder por demasiado. La del progresista del chiste, ése que sabe siempre cómo arreglar las injusticias del mundo… pero sólo con tu dinero y esfuerzo. Es obvio que Gómez compite más con Blanco, Rubalcaba y Ferraz que con Aguirre y el PP; y lo es también que ha renunciado a ganar y aspira a sacar un voto más que su predecesor: sólo así se entiende que haya abandonado las latitudes templadas, donde habita la mayoría, para buscar las temperaturas electorales más extremas con invitaciones a una lucha de clases tan hinchada como su currículo. Seguramente si Gómez se jugara sólo estas Elecciones, sus virtudes evidentes se impondrían a sus excesos forzados por la situación: compite más por evitar que Rubalcaba y una parte del PSOE pidan su cabeza tras el 22-M que por ganar al PP   Porque tan cierto es lo que desbarra don Tomás de la política madrileña (sin restarle ni un ápice de gravedad al paro y los enormes desperfectos de la crisis ni quitarle ni un gramo de responsabilidad a una Aguirre que si presume de los éxitos ha de asumir también los fracasos) como lo que cuenta de sí mismo y lo que hace con lo suyo: el paladín de la transparencia tiene a su vera a una condenada por prevaricación; el profeta de la privatización incorporó a la empresa privada a casi todos los servicios públicos de Parla; el ogro del urbanismo depredador ha vivido durante años en un chalet fuera de su pueblo; el cazador de privilegiados y embajador del compañero del metal ha estudiado en un colegio privado y no ha tenido que buscar trabajo etsbale nunca fuera del confort del cargo público político o la placidez universitaria a la vera de su paladín Gregorio Peces Barba, el pintor de la Constitución metido ahora a amanuense del gotelé y el trazo grueso. Ninguna de las cosas hechas por Tomás Gómez son delictivas y ni siquiera criticables;  nadie en su sano juicio desmontaría sus principios por la sólo aparente contradicción con su forma de vida; cualquiera con un asomo de ecuanimidad reconocerá sus virtudes y capacidad pese a la capa de tensión estratégica que recubre a un hombre válido, tímido, de buena planta y sólidos conocimientos. Pero es una lástima que lo que espera sin duda que se le conceda a él; él se lo niegue al resto apelando a los bajos instintos de una parte de la población, cada vez más exigua. La desesperación del candidato está detrás de todos sus despropósitos, pero cabe preguntarse si no le hubiera ido mejor optando por un discurso más moderado y achacando el resultado adverso que se adivina a una situación nacional que nadie puede compensar en su terruño: quizá sus enemigos internos querrían cazarle igual, pero al menos su cabeza luciría erguida y con la sensación de que se merecía otra oportunidad cuando las aguas de la crisis permitieran una campaña netamente autonómica, sin brochazos a destiempo ni zapatazos externos.
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