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La vara de medir

lunes 04 de julio de 2011, 09:42h
En 2011 se ha cumplido medio siglo desde que el primer ser humano viajó al espacio, en 1961. En el vuelo,  a bordo de la nave Vostok 1, el piloto y cosmonauta Yuri Gagarin completó una órbita alrededor de la Tierra. Una efeméride que en Rusia  ha  sido celebrada por todo lo alto y, como es lógico,  ha tenido   el espacio merecido tanto en la prensa digital y de papel, como en las radios y televisiones rusas. El  mismo acontecimiento científico y tecnológico, sin embargo, no  ha sido tan comentado y, menos aún festejado, en   la órbita occidental,   en la que  -imagino-, se  debe de estar  preparando algo grande para conmemorar aquel  otro 21 de julio de 1969 en que el comandante Armstrong  se convirtiera en el primer hombre que pisara la Luna, después de que   en compañía de los otros dos tripulantes  (Aldrin y Collins) a bordo del Apolo XI, consiguieran llegar hasta el satélite del planeta azul.   La vida sigue igual La carrera espacial que, en plena Guerra fría, emprendieran los dos bloques hegemónicos del momento, la antigua Unión Soviética y Estados Unidos, parece haber pasado a mejor vida y no sé muy bien por qué. A uno podría pasársele por la cabeza que, de pronto, unos y otros, han recobrado el sentido y han reconsiderado su   postura de orgullo patrio e ideológico, poniendo por encima   su condición de seres humanos. Pero no, nada de eso. Medio siglo después, las cosas no están mucho mejor sobre el planeta Tierra y aún andamos dando vueltas buscando la forma de solucionar el hambre, la malaria, el Sida, y tantas otras plagas de la humanidad desgraciadamente tan vivas hoy como hace medio siglo y -mucho me temo- dentro de otro medio. Y, lo que es mucho peor, reconocer un éxito ajeno nos sigue costando tanto como entonces en que parecía haber dos ópticas irreconciliables   -la comunista y la capitalista- sobre cualquier aspecto de la vida. En otras palabras, que nos cuesta tanto como siempre. Los estados, los bloques políticos, son y se comportan exactamente igual que los individuos, la unidad vital básica que los compone: se pasan la vida mirándose al ombligo, actividad que, como mucho, alternan con una periódica mirada al espejo para confirmar lo guapos que ya sabían que son y -vuelta la burra al trigo- pasar a contemplarse de nuevo el ombligo. ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer una victoria, un logro ajeno? ¿Por qué este egoísmo, esta mezquindad intelectual que minimiza los aciertos ajenos y maximiza, por el contrario, los propios? Creo que, a veces, no le faltaba razón a aquel que en la primavera de 1968 en el París de los utópicos del mundo hippie, escribió aquello de “que paren el mundo que yo me bajo”.
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