Caras al sol: El viejo y el mar (I)
jueves 28 de julio de 2011, 22:29h
Gumer, al fin, ha decidido compartir conmigo mar y peces en las Rías Bajas. Serán nuestras primeras vacaciones juntos y el hurón, al fin, recibirá su bautismo marino. Un año más regresaré a aquellas aguas de las que me enamoré hace ya muchos años. Un año más lanzaré mi anzuelo al fondo, alzaré un par de brazas y esperaré con paciencia que la faneca decida acompañarnos abordo.
- ¿Y qué es una faneca?, pregunta sorprendido Gumer.
Le explico que es un pescado blanco de ojos grandes y hocico generoso que vive cerca de la costa. No me deja proseguir la historia. Siente pena por su colega marino y dice que no piensa hacerse a la mar para estos menesteres. De nada vale que le añada que cada hembra puede llegar a efectuar puestas de 400.000 huevas y que la especie no está amenazada de extinción. Su desconsuelo es grande. Le recuerdo que él y su familia, desde tiempos inmemoriales, también se han dedicado a la caza del conejo y que, en un caso y en otro, se trata de productos comestibles.
-Ya, jefe, pero me da mucha pena. Qué manía tenéis los humanos de darle al gatillo y al anzuelo. Los animales solitos nos valemos para equilibrar la naturaleza.
Prefiero no entrar al trapo y le cuento que la pesca me tranquiliza, que compartir la jornada en medio de la ría con algún amigo, olvidando problemas, respirando aire puro y dejando que la mente pase a limpio el emborronado cuaderno cotidiano, es poco menos que un capricho de dioses. No termina de entenderlo, pero escucha con atención. Le cuento que yo tuve la fortuna de compartir estas jornadas, durante cuatro años, con la, entonces, ministra de Pesca. Salíamos de Cabo de Cruz (Boiro) en una pequeña gamela, embarcación tradicional de pesca, con una eslora aproximada de cuatro metros, al mando de un patrón entrañable, habilidoso como pocos y conocedor de los fondos marinos de la Ría como ninguno.
De la mano de Fran nunca, nunca, regresamos a tierra con las manos vacías. Él, que no vivía, ni vive, del mar, es la persona más respetuosa con la fauna marina. Jamás ha comercializado -y bien que podría hacerlo- con especie alguna, ni nunca ha cobrado más piezas de las necesarias. Lo malo, por decir algo, es que su buena fama se propagó pronto y a la “jefa”, como solía llamarla, pronto comenzaron a acosarla algunos ricachones, de cuyos nombres no quiero acordarme, ofreciéndole sus lujosos yates para el ejercicio de la pesca. No la conocieron, porque jamás aceptó la invitación, ya que la gamela, viento en popa, no era moneda de cambio.
-¿Pescaba la señora Ministra?.
Mira Gumer, ni te lo puedes imaginar. Conocía las artes de la pesca como el primero, tenía la paciencia del Santo Job y sobre todo, amaba a la mar como jamás he visto a nadie. Era, de verdad, hija de la mar, a la que entregó muchas horas de su vida. Hace estos días tres años (concretamente el 30 de julio) hablé con ella por última vez. Era sábado y acababa de llegar a Galicia. Me preguntó si podíamos salir a pescar el lunes. Le respondí que deberíamos dejarlo unos días, porque yo todavía estaba en Madrid.
-Está bien, respondió. Tengo que hacer un viaje al extranjero y regreso a mediados, guárdame fanecas y sardinas.
No la volví a ver. Desde entonces, este viejo “marinero” (las comillas están en su sitio) cuando vuelve al mar, o a la mar que es como más me gusta, echa su mirada al cielo y una línea al fondo, en recuerdo de aquella gran mujer, Loyola de Palacio.
-Jefe -me dice Gumer- prométeme que me contarás otras historias.
Y este viejo, como escribió Hemingway, “amarró la escota y trancó la caña”, con la promesa de volver a hurgar en el baúl de los recuerdos.
Félix Lázaro. Periodista.
Próxima entrega: Loyola de Palacio