Vestía de blanco, como
era previsible; y después de presentarnos bromeamos sobre ese aspecto de su
indumentaria. Con camisa blanca y vaqueros, el hombre de negro parecía otra
cosa. Como contaba el falso pirata
Roberts a su amada
Buttercup en La Princesa Prometida:
el nombre y la máscara, por sí solos, producen pavor en la gente, y eso ahorra
mucho trabajo.
Cuando uno oye hablar de
los hombres de negro, se imagina a unos fríos funcionarios, omniscientes e
implacables, capaces de sacar a la luz todas nuestras vergüenzas económicas y
hacernos pagar por cada una de ellas. Sin embargo, sentado en la terraza de una
cafetería cercana al Congreso de los Diputados, las opiniones del experto
economista de un organismo internacional parecían lo que eran: opiniones. Unas,
sólidamente fundadas en datos rigurosos y contrastados; otras, precariamente
sostenidas en prejuicios sin ninguna base. Todas, por cierto, con origen en
nuestro propio país. No vaya a creer nadie que en Washington o en Bruselas
tienen mejor información estadística sobre la economía española que en Madrid,
o que sus periódicos dedican más recursos a investigar e informar sobre la
realidad de nuestro país que nuestros periódicos.
La principal diferencia
entre el experto del organismo internacional y los economistas nacionales, es
que el experto internacional ve países en lugar de gobiernos. Las fortalezas y
las debilidades verdaderamente relevantes de nuestra economía, sobre las que se
forman su juicio quienes toman decisiones desde la esfera internacional, son
muy distintas de si hoy está
Montoro y ayer
Salgado. Lo que usan los hombres de
negro de los organismos internacionales, y los hombres de gris de los fondos de
inversión, para tomar sus decisiones sobre el destino de su dinero y de
nuestras vidas, son ese tipo de cosas que definen el carácter de un país. Cosas
como la calidad de nuestro sistema educativo, la modernidad de nuestras
infraestructuras, la racionalidad de nuestra administración, la fiabilidad de
nuestras estadísticas. Cosas que hemos ido acumulando los españoles con nuestro
trabajo, a lo largo de varias décadas y con el liderazgo de distintos
gobiernos.
Mientras desayunaba con
aquel hombre, una luminosa mañana de junio en una preciosa plaza madrileña, me
di cuenta de que toda esa gente que ahora resulta tan decisiva para nosotros,
son como ajedrecistas que se pasan la vida viajando por el planeta jugando una
serie de partidas simultáneas en los tableros nacionales de la economía
mundial. Tienen que tomar decisiones rápidas con la información que poseen. Y
esa información la sacan muchas veces de esos titulares catastrofistas sobre el
estado de nuestra educación, sobre la corrupción en nuestras administraciones,
sobre la estulticia de nuestros dirigentes, sobre la pereza de nuestros trabajadores,
dichos y escritos para derribar al gobierno del partido contrario, pero que en
este mundo globalizado terminan sirviendo para derribar al país de todos.
José Andrés Torres Mora es diputado socialista por Málaga y portavoz de Cultura en el Congreso
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