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El testamento de la vergüenza

martes 26 de diciembre de 2006, 12:14h

Algunas personas son como un destello en el firmamento de la humanidad, nos iluminan y siguen viviendo entre nosotros incluso después de dejarnos. Desgraciadamente, también aquellos que han sido heraldos de la oscuridad se esfuerzan por mantenerse vivos entre quienes desean olvidarlos. El dictador chileno Augusto Pinochet pertenece a esta segunda especie. En una reciente carta póstuma afirma, dirigiéndose a todos los chilenos, que no guarda rencor, y que si la historia le diera la oportunidad actuaría como lo hizo, aunque con mayor sabiduría.

Mayor sabiduría para no asesinar a más de tres mil personas, torturar a unas treinta mil o forzar el exilio de doscientas mil. Parece que, efectivamente, en su último aliento Pinochet no guardaba ningún rencor porque ya lo había gastado todo a lo largo de su vida. Pero más allá de la ominosa figura del dictador, conviene extraer algunas lecciones del caso chileno. Mucho antes del 11 de septiembre de 2001, en la misma simbólica fecha pero en 1973, Salvador Allende, presidente chileno democráticamente elegido, moría defendiendo el régimen constitucional de su país frente a tropas golpistas apoyadas por la Administración Nixon. Henry Kissinger, entonces Secretario de Estado norteamericano, afirmó que no encontraba lógico que Estados Unidos se quedara de brazos cruzados mientras Chile viraba hacia el comunismo como consecuencia de la irresponsabilidad de los chilenos.

Paradójicamente, ese mismo año de 1973, al tiempo que Pinochet imponía su sangriento régimen, Kissinger, sin cuya inestimable ayuda el golpe habría tenido difícil prosperar, recibía el premio Nobel de la paz. También otro ganador de este premio, el recientemente fallecido Milton Friedman, ayudó a poner en marcha las reformas fiscales liberalizadoras del mercado que Pinochet quería. Friedman comenzó sus trabajos en Chile en 1975, siendo galardonado con el Nobel de economía en 1976. Sin embargo, no deberíamos sorprendernos de la falta de sensibilidad de la que ha hecho gala en ocasiones el jurado de los premios Nobel. Valga un ejemplo: en la edición de 1939, el año de inicio de la Segunda Guerra Mundial, un nombre destaca sobre los demás al examinar la lista de nominados al premio Nobel de la paz. Ese nombre es Adolf Hitler.

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