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La soledad del corredor de fondo

lunes 23 de noviembre de 2015, 19:38h

Todavía recuerdo muchas imágenes de una película que vi por primera vez en el Cine-club del Colegio Mayor San Juan Evangelista. Se trataba de una obra de Tony Richardson, basada en un cuento de Allan Sillitoe, una de las más representativas del “free cinema” inglés de los años sesenta del pasado siglo que denunciaba, al estilo de “Los 400 golpes” de Truffaut, la marginación, la rabia y la frustración de una juventud obrera y proletaria enfrentada a la sociedad. Un problema que acabaría explotando en todo el mundo al final de la década de los 60 y que tuvo como su mayores exponentes la revuelta del mayo francés de 1968 y el movimiento hippie norteamericano.

Los recientes sucesos de París y las explicaciones dadas por algunos que tratan de justificar lo injustificable cambiando el rol de las víctimas por el de los verdugos me han retrotraido a aquellas fechas, finales de los 60 y principios de los 70, en las que buena parte de los universitarios españoles, unos privilegiados sociales a los que nuestros padres costeaban estudios, residencia y gastos con enormes sacrificios, basábamos nuestra existencia en la lucha contra el franquismo. España se echaba entonces a la calle por los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha o en protesta por el proceso 1001 o la condena a muerte de varios de los acusados en el Proceso de Burgos. Pero nadie, absolutamente nadie, se echaba a la calle, ni se echaría ahora, para protestar por alguno de los atentados mortales perpetrados por la banda etarra.

Las justificaciones, entonces, eran similares a las que hacen ahora de los yihadistas algún miembro de la nueva progresía de Podemos. La pobreza, la marginación o la falta de libertad. Matar por la libertad o por cambiar las cosas nunca es una justificación, sobre todo cuando las víctimas, como en Hipercor, en los trenes de Madrid, en el Metro de Londres o la calles de París, son personas inocentes que poco o nada tienen que ver con la pretendida guerra desatada por los asesinos.

Tras cientos de negociaciones y entrevistas, tras cesiones de unos y otros gobiernos, la sociedad española pudo acabar con ETA, en cuyo haber se contabiliazan más 800 muertos, gracias al eficaz trabajo de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado en colaboración con algunos partidos políticos mayoritarios y con el apoyo de gobiernos vecinos, sobre todo el francés. Si éste pide ahora ayuda a la comunidad internacional para combatir al Daesh, al Isis o al Estado Islámico, llámese como se le quiera llamar, lo lógico es que los españoles, quienes también hemos sufrido en nuestras carnes el terror de un asesinato masivo con casi trescientos muertos, hace tan solo algo más de diez años en los trenes de Atocha, le delvolviésemos el favor. Sería por lo tanto lógico que se la prestásemos sin cortapisas y sin poner condición alguna.

Pero si este país tiene miles de defectos, uno de ellos es sin duda su cobardía a la hora de defender cuestiones que en cualquier otro lugar serían incontestables. Somos los más solidarios a la hora de donar sangre, órganos o dinero a los necesitados, pero carecemos de los arrestos necesarios para defender nuestras instituciones fundamentales. Como decíamos en tiempos del franquismo aludiendo al eslógan de que España era “una, grande y libre” tan esgrimido durante la dictadura, “es una porque si hubiera dos nos iríamos a la otra; el grande porque cabemos los españoles y los americanos (yo añadiría y los catalanes y los vascos) y es libre porque se puede ser del Madrid o del Barcelona). Bueno, pues ahora, cuarenta años después, puede que seamos más libres, pero desde luego ni somos grandes ni somos un único país. Porque a la mínima de cambio ya estamos llamando fascistas a quienes llevan nuestra bandera o tararean nuestro himno y no nos ponemos de acuerdo ni tan siquiera cuando el enemigo común hace de las suyas en nuestro propio territorio. La controversia y la polémica siempre están servidas. Es lo que hay. Ajo y agua. Y no quiero ser agorero, pero puede que lo mejor esté aún por venir.

A todo esto, aunque me haya ido por las ramas, yo trataba de engarzar el título de la “Soledad del corredor de fondo” con la impresión que me ha producido el líder del PSOE, Pedro Sánchez, en su última visita a Andalucía. Sánchez, que esta semana recorrerá varias provincias andaluzas en su precampaña sin el acompañamiento debido de su compañera Susana Díaz, me recuerda al actor Tom Courtenay en la citada película. Cada día que pasa lo veo más solo en esa carrera de fondo que es la de conseguir la Presidencia del Gobierno.Mira que el hombre pone empeño en arrancar votos por la izquierda metiéndose con Podemos y por la derecha acusando a Ciudadanos de ser un remedo de las Nuevas Generaciones del PP. Pero ni así. Ni siquiera en Andalucía, donde tiene asegurada una clientela fiel donde las haya y una telonera de lujo como Susana, Sánchez arranca ovaciones como las que conseguía Alfonso Guerra en sus mítines. ¡Donde va a parar! Me da la impresión que su carrera de corredor de fondo se puede quedar, el próximo 20-D, en unos cuatrocientos, ochocientos o mil quinientos metros. Vamos, en un medio fondo y poco más. Ya veremos si alguien cercano a nosotros, los andaluces, es capaz de cogerle el relevo.

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