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Silenciocracia

Silenciocracia

lunes 15 de septiembre de 2008, 02:10h

La construcción de una democracia nada tiene que ver con el silencio, mucho menos con el silenciamiento.

Pero el silenciamiento va extendiendo por el país sus largas y enormes sombras enmascaradas.

Enmascaradas de esperanzas, de ideales, de sueños, de reivindicaciones, de revanchas, de cambio, de revolución.

El silenciamiento actúa bajo el efecto cascada. Nace allá arriba, en las entrañas de un estilo de poder que se dice nuevo pero que, paradójicamente, trae a la memoria social un viejo estilo cuyas largas y enormes sombras enmascaradas aún golpean en las conciencias de quienes callaron a las voces sensatas y aplaudieron el ejercicio de un poder arbitrario, ególatra, irrespetuoso de las libertades y los disensos.

Como estrategia de unificación del pensamiento, culto al personalismo, anulación de la crítica constructiva y negación de los desacuerdos, el silenciamiento descalifica, desacredita, deslegitima, agrede, minimiza y llena de adjetivos burdos a quienes discrepan no solo desde afuera del proyecto sino, incluso, a quienes lo hacen desde adentro.

El efecto cascada del silenciamiento se fortalece abajo, donde quienes debieran tener la última palabra dejan que el Gran Silenciador diseñe y ejecute tácticas de polarización extrema para convertir a los gobernados en fanáticos intolerantes, incapaces de entender que la realidad no es blanca y negra, que la realidad, como esencia de la democracia, está (o tendría que estar) llena de matices.

Nada que suene distinto. Nada que altere el ensordecedor y ubicuo discurso ovacionado ahora por quienes hace más de dos décadas estaban del otro lado y fueron víctimas del viejo poder. Nada que impida aplaudir el ejercicio de un poder arbitrario, egoísta, irrespetuoso de las libertades y los disensos.

Hay que callar a las voces sensatas. Callar a quienes discrepan. Callar a quienes advierten. Callar a quienes denuncian. Callar a quienes indagan. Callar a quienes piden transparencia. Callar a quienes exigen rendición de cuentas. Callar a quienes real o presuntamente representan los “nefastos poderes de la larga noche neoliberal”. Callar a quienes entienden que los mandatarios están a órdenes de sus mandantes y no al revés.

El derecho a la palabra, a la opinión, al rechazo de las prácticas populistas, a la discrepancia, al debate y a la protesta no cabe en los planes de los silenciadores. Peor el derecho a la duda y al escepticismo.

Parafraseando al maestro Javier Darío Restrepo, periodista colombiano, en una democracia los ciudadanos justos y solidarios tienen el deber de impedir que el fanatismo, “esa bestia ciega que solo cree en su propia verdad y en la capacidad de la fuerza para imponerla”, domine la escena pública e impida entendernos a base del diálogo y la deliberación.

Nada más oportuno que esa reflexión. Aunque no lo admitan los fanáticos de turno, 24 años después la silenciocracia quiere volver a callar la democracia.

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