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Sartorius y la revisión frentista de la historia

sábado 07 de junio de 2025, 17:37h

Un importante sector de la ciudadanía española se enfrenta a una verdadera encrucijada: percibe que el gobierno de Pedro Sánchez se ha agotado, pero tiene temor ante la alternativa que representan las fuerzas conservadoras en presencia. Cierto, no es la primera vez que siente este vértigo: ya sucedió con la convocatoria anticipada de Felipe González de las elecciones de 1993 y el miedo de mucha gente a que llegara al gobierno el PP de José María Aznar. Ese temor fue lo que impidió el cambio de gobierno en ese momento y el PP tuvo que esperar a 1996 para ganar las elecciones.

Pero lo más destacado es que los miedos de la izquierda no se confirmaron: no se produjo un desastre nacional y la contención de Aznar en ese primer gobierno le valió la mayoría absoluta en las siguientes elecciones. Alguna cosa debió hacer medio bien para lograrlo. Desde luego, en su segundo gobierno mostró más claramente su matriz conservadora y cometió el error de enfrentarse a la ciudadanía en cuestiones de conflictos armados. Así que la gente consideró que había llegado la hora del recambio y volvió a votar al PSOE como alternativa. En suma, lejos de hecatombes y catástrofes, lo sucedido se parece bastante al movimiento de alternancia que caracteriza a las democracias representativas.

¿Existe alguna diferencia crucial entre aquel escenario de los noventa y el presente?

Desde luego que la hay: el agudo fortalecimiento de los extremos que ha tenido lugar desde entonces. Primero fue el renacimiento de la extrema izquierda, como respuesta a la crisis del 2008, que dio lugar en España a Podemos, un partido emergente que se sitúa a la izquierda de la izquierda. También era la expresión de un fenómeno mundial, cuya mayor relevancia fue Syriza en Grecia, que sólo hace diez años obtuvo una rotunda victoria electoral inimaginada en Europa.

Paralelamente, aunque a una menor velocidad, la crisis del 2008 también provocó el surgimiento de la extrema derecha. A comienzos de la segunda década del nuevo siglo, emergen partidos en distintos países europeos (Vox se funda en 2013), recuperando el populismo y el nacionalismo que caracteriza al pensamiento de la derecha extrema. Sin embargo, esos partidos tienen rasgos distintos de los movimientos fascistas del pasado. En primer lugar, se profesan euroescépticos porque tienen ahora un enemigo que antes no tenían, la Unión Europea. Por otra parte, su retorica sobre el sistema político ha cambiado: quieren impulsar políticas contra la migración o la libertad sexual, pero desde el gobierno existente. El viejo discurso de los años treinta de considerar la democracia como un sistema en decadencia que había que sustituir por una dictadura revolucionaria, tiene hoy pocos asideros. En todo caso, es indudable que la presencia de los extremos hace más áspera hoy la encrucijada política en España que hace treinta años. No se percibe lo mismo el acceso del PP al gobierno que en alianza con Vox.

Ahora bien, no hay que olvidar que, al lado de este sector de la ciudadanía que se siente ante esa encrucijada, hay otro gran segmento de la población que sigue firme en la dinámica política del frentismo. Tanto la derecha como la izquierda quieren un frente unido contra el oponente. En esa dinámica hay muy poco margen para el mantenimiento del juicio crítico. Casi todo es política de banderías.

Desde esa perspectiva frentista, la descripción sobre la situación actual tiende a hacerse en comparación con escenarios típicos de la colisión entre frentes históricos. Un ejemplo reciente podemos encontrarlo en el artículo de Nicolas Sartorius “Por favor; no los mismos errores en la izquierda” (El País, 4/6/2025). El error principal al que alude Sartorius es a la falta de unidad de las izquierdas en momentos cruciales. Y refiere a escenarios de enfrentamiento como la República de Weimar o la segunda República española. En esa revisión histórica comete algunos deslices. Olvida que en los años veinte y treinta la izquierda aceptaba la violencia política como un componente revolucionario, mientras que hoy la izquierda favorable a la violencia pierde ese nombre (izquierda). Por otra parte, en aquel entonces el escenario estaba dominado por los aparatos partidarios, mientras en la actualidad importa también las visiones de mundo existentes en la ciudadanía. Es decir, el viejo escenario frentista tenía catalizadores poderosos que apenas existen en la actualidad.

Por otra parte, el relato de la división en el frente de izquierdas de ese tiempo debe ser más riguroso. No es cierto que la socialdemocracia alemana facilitara el ascenso del fascismo. En realidad, el epíteto de “socialfascismo” fue fabricado por la dictadura bolchevique para ocultar el trasfondo de las diferencias, que no era otro que la divergencia entre la democracia representativa y la dictadura del partido único. Tampoco queda clara la posición de los grupos de centro, a los que Sartorius llama indistintamente sectores democráticos o fatídicos centristas. En realidad, la lectura retrospectiva que hace ha cambiado poco respecto de las editoriales de Mundo Obrero en los setenta: la caída de las democracias fue responsabilidad de los partidos conservadores, mientras las izquierdas siempre se posicionaron en su defensa. Algo que no fue cierto en cuanto a la corriente leninista en ninguno de los casos mencionados. En España, durante la revolución del 34, el leninismo y los revolucionarios dentro y fuera del PSOE llamaban a derrocar el régimen burgués de la República.

Esta visión sesgada del pasado, encaja bien con la idea frentista de que lo importante es la unidad de la izquierda y no sus planteamientos en torno a la vida democrática del país. No importa si la alianza se hace con la izquierda no democrática; lo importante es formar un frente contra la derecha. Parece que el fin justifica los medios.

En suma, el relato frentista de Sartorius, no se hace algunas preguntas fundamentales, como las siguientes.

a) ¿la actual situación política española, corresponde al escenario de la caída de las repúblicas de los años treinta (Weimar, II república española) o se parece más a la temida alternancia (Gobierno de Aznar) que siguió a los gobiernos de González en los años pasados noventa?

b) ¿la crispación entre fuerzas políticas actual conseguirá arrastrar al enfrentamiento a la mayoría de la ciudadanía, o por el contrario existe hoy un mayor peso de población que no se suma a la confrontación frentista de aparatos políticos?

C ¿la participación minoritaria en el Gobierno de una fuerza como Vox supondrá una catástrofe en la vida política, en la emisión de servicios públicos, en un aumento descomunal de la pobreza o simplemente (como prueban la mayoría de los gobiernos regionales) supondrá un ajuste conservador como sucedió con la llegada del gobierno de Aznar en relación con los de Felipe González?

d) ¿es legítimo que la mitad conservadora de España quiera cambiar políticas que rechazan, como la política migratoria, el cambio de sexo en adolescentes sin permiso paterno, la de memoria democrática, entre otras, si consigue el apoyo de la mayoría ciudadana?

Parece evidente cuales serán la respuestas en el discurso frentista: a) el escenario de la caída de la repúblicas de los años treinta es el que se corresponde con el escenario actual de la política española; b) la crispación actual entre los partidos puede conducir a los partidarios de una política frentista a arrastrar a una mayoría ciudadana al enfrentamiento; c) la participación minoritaria de Vox en el Gobierno supondrá una completa catástrofe para las políticas públicas; d) no es legitimo que la mitad conservadora de España impulse políticas propias, aunque su programa reciba el apoyo mayoritario de la ciudadanía.

Claro, las preguntas anteriores resultan bastante retoricas, si el relato frentista tiene un propósito central. Todo queda claro cuando Sartorius caracteriza la naturaleza del gobierno de Sánchez. En efecto, la selección de los escenarios históricos, la preminencia de los aparatos políticos, el pánico a la alternancia de derechas, componen un cuadro argumental que tiene un propósito: defender al que llama el “Gobierno más progresista de la historia democrática”. Así todo encaja, el discurso frentista adquiere total coherencia.

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