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¿Toda extrema derecha es fascista?

domingo 11 de abril de 2021, 12:15h

Durante los años setenta y ochenta del pasado siglo despertó bastante interés en la izquierda europea el debate sobre el Estado que mantuvieron Ralph Miliband y Nicos Poulantzas. A mí me tocó seguirlo casi por obligación, porque Miliband era entonces tutor de mi tesis de doctorado en sociología política. Aunque, por azares de la vida, años después acabara teniendo una relación más directa con Poulantzas, cuando la Fundación Pablo Iglesias le invitó a dar un ciclo de conferencias en España. Por cierto, esa relación con la Fundación continuaba cuando el autor greco-francés decidió suicidarse saltando desde la planta 22 de la torre Montparnasse de París.

El grueso del debate Miliband-Poulantzas se publicó en la revista New Left Review, cuyo editor era Perry Anderson, hasta que le sucedió Robin Blackburn en 1982. Fue con este último con quien tuve algunas conversaciones acerca de cuál era realmente la esencia de las discrepancias entre Miliband y Poulantzas; llegando con frecuencia a la conclusión de que las distancias de fondo no eran tan amplias como parecían y que eran la metodología y la forma discursiva lo que más les separaban. Miliband optaba por la argumentación propositiva propia del ambiente académico británico y Poulantzas era un empedernido neoestructuralista al que le gustaba practicar el deporte favorito de los intelectuales franceses: inventar nuevas categorías (autonomía relativa, efectos pertinentes), que, por cierto, tanto molestaban a Miliband. Pero ahora creo oportuno destacar una coincidencia entre ambos que ha pasado desapercibida con frecuencia: los dos autores concordaban en que el fascismo es un fenómeno sociopolítico específico, que no puede extenderse a cualquier ámbito sin pecar de grosería teórica.

Estoy convencido en que tanto Miliband como Poulantzas tendrían hoy mucho que decir acerca de la tendencia actual de usar el termino fascismo para cualquier situación, como por ejemplo ante el fenómeno Donald Trump en Estados Unidos o ante partidos como el Frente Nacional francés o Vox en España. Es decir, estarían de acuerdo en examinar más de cerca la pregunta: ¿toda expresión de extrema derecha puede calificarse de fascista?

Nicos Poulantzas ya hizo una contribución considerable al respecto, con su trabajo “Fascismo y dictadura”, cuando puso en cuestión que las dictaduras del sur de Europa en aquellas décadas (Grecia, España y Portugal) pudieran considerarse como fascistas. Su tesis era robusta: no saber distinguir entre una dictadura militar y un régimen fascista no sólo constituye un error teórico de considerable magnitud, sino que también es un camino equivocado en la práctica política para superar tales gobiernos autoritarios.

Tomando en consideración aquellos presupuestos, cobra sentido examinar la adscripción de fascista que suele hacerse de Donald Trump y otros ejemplos de extrema derecha. Pero antes, dejemos claro el escenario cognitivo: tanto en Estados Unidos como en Europa hay grupos políticos que se reclaman directos herederos del fascismo o del nazismo alemán. En muchos casos se les reconoce como neonazis y esa expresión me parece adecuada en términos referenciales. Además, resulta innegable que esos grupos mantienen con frecuencia conexiones con los partidos de extrema derecha. Pero eso no convierte a tales partidos en fascistas propiamente tales. Y menos aún que puedan dar lugar a regímenes nazis. Tomemos el caso de Trump, por ilustrativo, ya que incluso logró ser jefe de Estado.

Una primera observación refiere a que, para el establecimiento de un régimen fascista, no sólo cuentan la ideología y los propósitos del grupo que llega al poder, sino que también cuenta poderosamente el contexto, tanto histórico como situacional. No tengo duda alguna de que, en su fase terminal, Trump tuvo en mente la posibilidad de dar un golpe de Estado. De hecho, el llamamiento a asaltar el Congreso fue un reflejo desesperado de esa idea. Pero tampoco tengo duda alguna de que el contexto del sistema político simplemente lo neutralizó. Trump no pudo, como sí hizo Hitler, reacomodar el sistema político para satisfacer sus propósitos. No fueron suficientes los grupos extremistas armados (que los hay), tampoco obtuvo la connivencia de las fuerzas armadas, ni consiguió subordinar a la mitad de la población que lo rechazaba; incluso el Partido Republicano se dividió y no hubo espació político para conformar una tercera fuerza más autoritaria, como sucedió con el partido nazi en Alemania. En suma, el pensamiento autoritario de Trump no se tradujo en la constitución de un régimen fascista.

Incluso en términos ideológicos, hay una diferencia sustantiva: Trump nunca propuso romper con la Constitución democrática establecida, aunque muchas de sus acciones fueran contra el espíritu de la carta magna. Y aunque parezca este un asunto menor, tiene una importancia capital: un discurso abiertamente rupturista (como el que tuvo Hitler una vez en el poder) es condición necesaria para poder amalgamar a la gran mayoría de la población contra el Estado de Derecho. Y la consecuencia para Trump ha quedado a la vista: pese a sus deseos, el sistema político constitucional ha ahogado la derivada autoritaria sin ambages. Desde luego, cabe la hipótesis de imaginar si la experiencia trumpista podría haber desembocado en un gobierno neofascista que subordinara el Estado de Derecho (incluso modificando la Constitución). Teóricamente posible, resulta difícilmente probable, porque para ello tendría que superar todos los obstáculos democráticos mencionados, incluyendo su discurso ideológico. En otras palabras, como se ha insistido, el sistema democrático estadounidense, con todos sus defectos, ha destruido ad ovo la derivada neofascista en ese país.

Un examen semejante puede hacerse en cuanto a los partidos de extrema derecha en Europa. En el caso del español Vox, esa calificación de extrema derecha me parece adecuada: su práctica y discurso es tendencialmente xenófobo, homófobo y presenta un nacionalismo acentuado. Pero enfrenta un límite insuperable: no puede ofrecer como horizonte político un régimen abiertamente autoritario, porque sabe que por ese camino reduciría al mínimo su cauce electoral. De hecho, su propuesta ideológica nace rotundamente adscrita al marco constitucional y el sistema político vigente. Mas bien se declaran defensores de la Constitución frente a los ataques de la izquierda y la extrema izquierda. Desde luego, ello no quiere decir que no existan en España grupos neonazis que hacen su aparición con rasgos violentos; y que tales grupos no tengan conexiones con el partido Vox. Pero ello no cambia el carácter sustantivo de ese partido, que resulta un buen ejemplo de un partido de extrema derecha que no puede calificarse de fascista con un mínimo rigor analítico. A menos, claro está, de que haya otros motivos para hacerlo.

La identificación de la extrema derecha con el fascismo procede -lo estamos viendo en las elecciones de la Comunidad de Madrid- de los sectores de la extrema izquierda. Y todo indica que las causas de ello son tanto ideológicas como de oportunidad política. En el plano ideológico, la causa también es doble: por un lado, refiere a la baja calidad de la cultura política ampliamente extendida en el país, que asume con afición los planteamientos simplistas, sectarios y de bandería; y de otro lado, en relación con lo anterior, la tendencia de los líderes populistas de Podemos y sus epígonos, que pontifican sobre el fascismo en tanto se autoerigen como referentes del pensamiento político en sus círculos próximos. En realidad, vistos en un contexto más amplio, constituyen un grupo de semicultos, que creyeron que era suficiente con leer a Toni Negri y Ernesto Laclau y que se fascinaron con las experiencias populistas latinoamericanas.

No obstante, sobre todo en el caso de Pablo Iglesias, la insistencia en la idea de crear un frente antifascista también guarda relación con sus intereses políticos inmediatos. Iglesias necesita de Vox para tener un enemigo patente contra el que combatir. Y si logra ser el abanderado de esa estrategia frentista, podrá ofrecerse como punto de referencia y conseguir así evitar el declive de Podemos, a punto de quedar por fuera del parlamento regional.

En realidad, cuando Iglesias habla del peligro fascista no sólo está haciéndolo como recurso táctico, sino que trata de que sólo veamos el peligro de un extremo y no del opuesto. Algo que históricamente eso es rotundamente falso: los regímenes totalitarios han nacido tanto de la extrema derecha como de las dictaduras de izquierda. De hecho, en términos estadísticos, Stalin cometió más asesinatos y creó más campos de concentración que Hitler. Así pues, el verdadero peligro en la situación española procede hoy de los dos extremos y de la dialéctica de confrontación que podría arrastrar al país. Afortunadamente, el candidato socialista en la campaña electoral madrileña, Ángel Gabilondo, dice rechazar esa dialéctica. Habrá que ver si se mantiene firme en ese rechazo y no hace como Sánchez, que anunció que no dormiría tranquilo con Iglesias y su partido en el Gobierno, para luego hacer de inmediato cama redonda en orden a poder acceder y mantenerse en La Moncloa. En todo caso, ojalá Gabilondo tampoco asuma el lenguaje guerracivilista que tilda de fascismo todo lo que no considere progresista. Evitar ese exceso verbal también contribuiría a sanear un poco la cultura política del país, que falta hace.

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