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No son locos, son psicópatas, y en Euskadi los tenemos

sábado 12 de noviembre de 2022, 10:38h

Pensábamos que figuras como las de Hitler, Stalin o Mao eran cosas del pasado. Pero la gélida actuación de Putin en Ucrania coloca sobre la mesa -de nuevo- el tema de cómo estas mentes siniestras pueden poner en grave peligro a la humanidad, sobre todo ahora, cuando se dispone de un arsenal nuclear jamás visto. Empecemos por los adjetivos: no son locos, son psicópatas. Entonces, ¿qué podemos hacer para cerrarles el paso a estas personalidades que actúan con una ambición desmedida?

Desaparecida ETA en 2011 parecería que hay añoranza por su existencia en un reducido grupo de antiguos vociferadores de “¡Eta mátalos!”, así como de jóvenes al que sus mayores le han pasado la suficiente dosis de veneno para que vuelvan la cara al pasado. Esta hoz y este martillo pintado en un buzón de correos en Euskadi, nos ilustra hasta que punto el daño hecho por una ideología tan cerrada y terrorista puede pasar de generación en generación.

Gloria Bastidas nos ilustra sobre los psicópatas:

El hecho de que líderes con rasgos psicopáticos se hallen a la cabeza de las grandes potencias se erige en una grave amenaza contra el equilibrio geopolítico mundial. Y contra la propia vida de los habitantes del orbe, que no es cualquier cosa. Hace poco, vimos el caso de Donald Trump, que fue incapaz de aceptar su derrota en las últimas elecciones presidenciales y en las del domingo e instigó a sus seguidores a que tomaran salvajemente la sede del Capitolio. Tal arrebato ocurrió en un país del peso de Estados Unidos, que ejerce la primacía global y que, además, se distingue por su talante democrático. ¿Cómo Washington se dejó meter ese contrabando? Es decir, ¿cómo una personalidad como la de Trump logró colarse por las rendijas del statu quo y poner en vilo al establishment norteamericano?, ¿es Trump un loco o sabía lo que estaba haciendo?

La sangre fría con la que actúa Vladímir Putin en Ucrania me ha hecho pensar en el peligro que se cierne sobre el planeta por el ascenso al poder de estas figuras siniestras. Trump no llegó más lejos en su megalomanía porque el sistema en el que hace vida política activó sus defensas para echarlo en virtud de que el arqueo de votos no lo favorecía para continuar en la Casa Blanca. Simplemente, se hizo valer la soberanía popular. Hace poco, la comisión de la Cámara de Representantes que investiga la toma del Capitolio declaró que el equipo de Trump había diseñado de antemano todo un plan para desconocer la victoria de su contrincante, aunque éste la obtuviese, como efectivamente ocurrió, en buena lid.

El argumento del fraude era una más de las triquiñuelas de Trump. La diferencia entre ese país que analizó Alexis de Tocqueville en su libro La democracia en América y la Rusia marcada por una profunda tradición autoritaria, descrita en buena medida por Simón Sebag Montefiore en su libro Los Románov, es lo que ha permitido que Trump haya salido de juego pese a sus berrinches y que Putin, en cambio, haya reformado la Constitución para mantenerse en el trono. El ex espía de la KGB gobierna un estado que estuvo regido durante tres siglos por una dinastía. Una dinastía que, tal como observa Sebag Montefiore, produjo dos colosales estadistas, Pedro el Grande y Catalina la Grande, pero que también estuvo impregnada de absolutismo y terror. El historiador británico lo pone en perspectiva:

“Rusia no es un país fácil de gobernar. Veinte monarcas de la dinastía Románov reinaron durante 304 años, desde 1613 hasta el derrocamiento de la monarquía zarista por la revolución de 1917. Los Románov fueron los constructores de imperios que tuvieron el éxito más espectacular desde los tiempos de los mongoles. Se calcula que el imperio ruso fue aumentando 142 kilómetros cuadrados al día, o lo que es lo mismo casi 52.000 kilómetros cuadrados al año, desde que los Románov ascendieron al trono en 1613. A finales del siglo XIX, dominaban una sexta parte de la superficie de la tierra; y seguían expandiéndose”.

El régimen de los zares fue suplantado por uno peor. El rojo fue el reinado del terror. Se suponía que la nueva era que se inauguraba tras la caída de la dinastía de los Románov sería diferente. Pero si antes se había paseado por el trono Iván el Terrible, que mató a su propio hijo, tiempo después surgiría Josef Stalin, a quien se le endosan millones de muertes. El número más conservador lo colocó sobre la mesa el historiador ruso Viktor Zemskov. En una entrevista que le hicieron en 2001 para el diario español La Vanguardia, el investigador sostiene que en estricto apego a lo pautado por el artículo 58 del Código Penal, en el que se castigan la actividad contrarrevolucionaria y otros crímenes contra el Estado, entre 1921 y 1953 hubo alrededor de 1.400.000 muertes por represión política: 800.000 por fusilamiento y 600.000 que murieron estando detenidos.

La cautela estadística del investigador causó gran controversia. La maquinaria represora de la URSS es acusada de ir más allá. Mucho más allá. Un estudio que se compendió bajo el nombre de El libro negro del comunismo, elaborado por un grupo de académicos y publicado en 1997, sitúa la cifra de víctimas en 20 millones. Este número no se limita al segmento de carácter penal, sino que lo abarca todo: los genocidios, las hambrunas, las deportaciones y las muertes en los campos de concentración. A decir verdad, en un Estado totalitario todo, o casi todo, encaja en la etiqueta política. Sea como fuere, resulta indudable que la personalidad de Stalin estaba avasallada por una flagrante psicopatía. La cifra de Zemskov no atenúa, en absoluto, el lastre con el que carga el hombre de acero. Los números son una cosa y los adjetivos son otra: sigue siendo genocida.

Esa pintada, nos recuerda todas estas cosas. El veneno sigue destilando.

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