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Fue alegre, pero fue buena

miércoles 02 de agosto de 2023, 16:33h

Deambulando por la magnífica exposición sobre Tomás Bretón, que la Biblioteca Nacional de España ha puesto en pie para conmemorar el centenario de la muerte del gran compositor salmantino, el visitante no tardará en caer en la cuenta de que el músico genial, además de creador de la más fastuosa imaginería del casticismo madrileño en La verbena de la Paloma, fue el fundador de la ópera española, a la que aportó siete obras memorables, autor de tres grandes sinfonías, compositor de cincuenta zarzuelas y un sinnúmero de piezas de música sinfónica y de cámara; y por si esto fuera poco, el procreador supremo de uno de los mitos populares españoles más arraigados en el tiempo, La Dolores, cuya proyección internacional, en la literatura, la música y el acervo popular, sólo tendría un posible parangón con el mito de Don Juan.

Se trata de una leyenda, como todas, con elementos de realidad y muchos más de ficción, que remite a estos tiempos donde aún perviven vigorosos conceptos de infantilización jurídica de la mujer y machismos, micro y macro, de muy distinto jaez.

El cuento y la fábula empiezan a tomar forma cuando el barcelonés José Feliú y Codina, periodista y autor teatral vinculado al realismo, viaja por primera vez a Madrid en tren. En la estación oscense de Binéfar, oye a un ciego que canta desde el andén un romance sobre una mujer deshonrada. Hondamente impresionado por el trasunto de la historia, no tarda en ponerse a escribir un relato, que primero publica en forma de romance en catalán para el semanario satírico Un tros de paper y más tarde convierte en drama rural en español que titula La Dolores. La obra se estrena el 10 de diciembre de 1892 en el Teatro Novedades de Barcelona, con la eximia María Guerrero en el papel principal y cosechando un gran éxito. Al año siguiente la obra llega al Teatro de la Comedia de Madrid, y Bretón, que asiste como espectador y amigo del autor, se enamora de la historia e inmediatamente se pone a escribir un libreto, al que pone música para convertir la leyenda en la primera ópera netamente española, La Dolores, que se estrenará el 16 de marzo de 1895 en el Teatro de la Zarzuela.

Tras 53 representaciones en la capital, la ópera viajó al Teatro Tívoli de Barcelona donde llegó a las 103 funciones. A partir de ahí empezó a ser cortada y censurada, hasta que en 1923 y por decisión de la emergente dictadura de Miguel Primo de Rivera, se suspendieron, sine die, las representaciones.

La Dolores operística, dicen los expertos que alejada del entonces imperante estilo italianizante y relativamente próxima al wagneriano, narra un poliédrico conflicto amoroso en el marco de un tremendo embrollo teatral. En el primer acto, aparece Dolores, mesonera de la taberna propiedad de la señora Gaspara, sita en la plaza de la zaragozana y muy maña Calatayud, por donde paran de a diario dos de sus pretendientes, Celemín, que desde el principio es consciente de sus pocas posibilidades en la lid, y su buen amigo Patricio, el rico del pueblo, que organiza una fiesta de cantos, bailes y toros en honor de su pretendida. Ambos son conscientes de que la moza dejó de serlo tras un romance aciago con Melchor, el barbero local, que la sedujo y arrebató la “honra”, pero que ahora ha decidido casarse con otra, dejando el camino expedito para ellos. No obstante, el malandrín vuelve por sus fueros requiriendo otra vez de amores a la Dolores, pero los exhortos se extienden al sargento Rojas, que llega al pueblo comandando un pelotón de soldados e inmediatamente queda fascinado por su belleza y desdén, y a Lázaro, ahijado de Gaspara, otrora torero y en ese momento seminarista, que, en camino al diaconato y al sacerdocio, comienza a vacilar sobre su vocación eclesiástica tras caer también rendido a los encantos de Dolores.

Así las cosas, los cuatro empiezan a competir por conseguir los favores de la bella, mientras ella juega y bromea con todos ellos, aunque poco a poco se va dando cuenta de que el que podía haber sido el amor de su vida, Lázaro, ha llegado demasiado tarde. Tras innúmeras peripecias, Dolores decide citarlos a todos a las diez de la noche en sus aposentos. A la convocatoria acude primero el seminarista, a quien la protagonista convence de la imposibilidad de su amor, pero luego llega Melchor, que la agrede e intenta forzarla. Y Lázaro, que ha permanecido atento, aparece de pronto en escena, dando muerte al miserable. Cuando la gente acude alarmada por el escándalo, Dolores intenta convencerles de que ella es la autora del homicidio, pero el extorero declara su culpabilidad, alegando la legítima defensa del honor de la hembra y asumiendo que está dispuesto a enfrentarse con las consecuencias de su acción. Cae el telón.

Pero detrás del dramón amoroso y como siempre, parece que hay una historia y un personaje real. De desentrañar el misterio y separar el trigo de la paja, se encargó durante casi medio siglo un compatriota local de la Dolores: el periodista y literato bilbilitano Antonio Sánchez Portero. Por sus concienzudas investigaciones, sabemos que la Dolores de la copla se llamaba en realidad María de los Dolores Peinador Narvión, que nació en Calatayud el 13 de mayo de 1819, y que falleció en Madrid el 12 de agosto de 1894. Era hija de Blas Peinador, gallego y teniente del ejército, y de Delfina Manuela Narvión, primogénita de una rica familia bilbilitana, quien murió cuando la niña tenía ocho años. El padre se volvió a casar y comenzó a centrar sus esfuerzos en continuar su carrera política (llegó a ser Alcalde Mayor y Juez de Primera Instancia de la ciudad de Gerona), descuidando por completo a los hijos de su primer matrimonio.

La Dolores moza era, según descripción de sus coetáneos: “alta, rubia, de ojos azules, que más por la señoría de su porte y su gentileza, atraía por la sugestión de su mirada”. Además, había recibió una cuantiosa herencia de su madre, y con tales bagajes físicos y dinerarios se casó en secreto con el teniente granadino Esteban Tovar, quien no tardó en abandonar la milicia para dedicarse de lleno a dilapidar la fortuna de su esposa. Tras allegar al mundo cuatro hijos y despilfarrar a lo grande, los caudales empezaron a menguar a ojos vistas y las deudas empezaron a cercar a la pareja. Prácticamente arruinados, abandonaron Calatayud y se instalaron en Madrid, donde tuvieron otros dos hijos y vivieron en “circunstancias tan especiales”, que probablemente dieron pábulo a la leyenda que dice que la Dolores era “amiga de hacer favores”, probablemente retribuidos. Sea como fuere, y más allá de las hipotéticas “vergüenzas y sinsabores” del cantar, nuestra protagonista murió en los bajos del Palacio de los Marqueses de Altamira, en el número 8 la calle de la Flor Alta (donde quien esto escribe estudió, por decir algo, una maestría industrial en delineación), y que fue enterrada en La Almudena en sepultura de caridad.

Vista así la peripecia, se deduce que la Dolores, quizá fue real del delito de ser alegre en su juventud, pero el conjunto de su vida no fue más que una existencia desolada y triste en un ambiente asfixiantemente represivo para la mujer, donde pasó de las manos de un padre autoritario y desentendido a las de un marido codicioso, libertino y rufián.

En cualquier caso, momento que ni pintado para escuchar y gozar de esa gran ópera española que nos legó el maestro Bretón.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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