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Zhang Isidro

Zhang Isidro

lunes 28 de octubre de 2019, 09:51h

Hace tiempo que los chinos se afanan por devolver señas de identidad a los madrileños y residentes en el foro, tanto por la vía de preservación de bocados castizos en sus bares periféricos, como la sangre encebollada o el escabeche tabernario (mientras que sus colegas hispanos se vuelcan en una desquiciada oferta de gyozas, tamales y ceviches), como por la provisión a coste modesto de una completísima vestimenta canónica, que ha propiciado que el número de chulapos y manolas en días patronales haya pasado de docenas a centenares de miles.

Los chinos venden en sus bazares cacos de charol, negros alares, babosas con bordados, gabrieles de pata de gallo, mañosas de paño aparente, blanquísimos safos y pimpantes parpusas de cuadros, para varones retrecheros, a la vez que pañuelos blancos con sus tres claveles, vestidos chinés con lunares negros y mangas de jamón, can-canes de postín, y mantones de la China na-na, para lucimiento y regocijo de las señoras.

Uniformes completos y a precio de saldo, para el yayo y la yaya y para el nene y la nena, todo en honra y prez de lo matritense dabuten, sin creíques ni penséques, enhebrando.

Claro que a los chinos de ahora la defensa de Madrid les viene de casta, porque hace más de ochenta años cerca de un centenar de sus compatriotas se llegaron a nuestros lares para luchar en la que consideraban batalla decisiva por la libertad y la dignidad de los pueblos.

En 2001, dos profesores estadounidenses-taiwaneses Hwei-Ru Tsou y Len Tsou, tras décadas de minuciosas investigaciones, publicaron un libro en el que demostraban que cerca de un centenar de chinos lucharon en la guerra civil española, alistados en las Brigadas Internacionales junto a otros más de cincuenta mil jóvenes de 53 países. El dato conmocionó a los especialistas e historiadores del periodo, porque mucho o bastante se sabía de los nueve mil franceses, cuatro mil alemanes, tres mil polacos y similar número de estadounidenses e italianos voluntarios, y algo respecto a cubanos, griegos, búlgaros, finlandeses, sudafricanos y otro largo etcétera, pero respecto a los chinos solo había rumores vagos y sospechas difusas, fundamentalmente porque todos, excepto uno que llegó directamente de China a bordo de un carguero, había entrado a formar parte de aquel contingente en los grupos que llegaban desde Europa o Estados Unidos.

De entre todos ellos, sin el más leve atisbo de demérito o minusvaloración para ninguno, sobresale la figura de Zhang Riushu, un trabajador humilde nacido en 1893 en la provincia china de Shandong, que llegó al puerto francés de Marsella en 1917, en plena Guerra Mundial, junto a otros cien mil chinos reclutados para trabajar en las fábricas que los obreros locales habían abandonado para combatir en el frente.

Zhang empezó trabajando en una fábrica de papel, pero la rendición al año siguiente de los Imperios alemán y austro-húngaro, obligó a buena parte del contingente chino a regresar a su país de origen. Él tuvo más suerte y consiguió quedarse en suelo francés, aunque realizando tareas peligrosas e ingratas en extremo, como desactivar proyectiles sin explotar o desenterrar cadáveres de fallecidos en combate.

Finalmente, cuando en España se produjo el golpe de Estado en 1936, Zhang y varios de sus compañeros decidieron trasladarse al país vecino para apoyar a la República.

El protagonista de esta historia llegó en noviembre, y por su edad, superaba los cuarenta, aunque intentó enrolarse en una sección de ametralladoras, fue asignado a servicios sanitarios como camillero. Con tal responsabilidad llegó al escenario de la Batalla del Jarama, donde los sublevados intentaban cortar la carretera de Valencia y llegar a la de Barcelona para asfixiar al Madrid sitiado, pero el arrojo y determinación de los combatientes leales consiguió parar el envite bélico y el frente quedó estabilizado en los olivares de Arganda del Rey y Morata de Tajuña.

Zhang, incansable en su tarea de auxiliar a su camaradas alcanzados por el fuego enemigo, fue herido en pecho, hombros y manos, aunque sin irreparables consecuencias. Así las cosas, su capitán le sugirió que se tomara unos días de permiso para conocer la capital, Madrid, pero el sanitario se negaba arguyendo que allí había muchas cosas que aún herido podía hacer y que, además, sin conocer el idioma ni la ciudad, la excursión carecía de sentido. La sugerencia se convirtió en orden y el bueno de Zhang se vio paseando por la Gran Vía. De pronto, mientras contemplaba el imponente edificio de la Telefónica, se empezó a formar un pequeño tumulto de gente a su alrededor, que le señalaba y cuchicheaba en voz baja. Giró la cabeza y al punto se dio cuenta de que a unos metros, en un quiosco de prensa, se hallaba colgado un semanario de gran formato, Estampa, con su rostro llenando por completo la portada. Los viandantes le había reconocido y gritaban: “¡Es él, es él!”, mientras aplaudían efusivamente y le vitoreaban con fuerza.

Zhang debió pensar que no era posible que aquellos vítores entusiastas que le ensalzaban como a una santo laico, Zhang Isidro, se pudieran oír en su pueblo a casi diez mil kilómetros; pero que en definitiva, como concluyera Ramón bastantes años más tarde y en Buenos Aires, el mundo no es tan mundo como parece.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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