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Lea el comienzo del reportaje de 'Vanity Fair' sobre los príncipes de Asturias

martes 16 de febrero de 2010, 21:35h
"Pasadas las dos de la tarde, concluida su última audiencia del día en palacio, Letizia Ortiz saborea un caramelo aromático. Está cansada. Lleva horas hablando. Tiene la garganta seca y síntomas de un constipado. De un bolso grande extrae un pañuelo gris que se ata al cuello, protegiéndose. Es tarde. Tiene que comer rápido. Pronto llegarán las infantas. Tendrá que atenderlas. A ellas y a sus infinitas demandas.

Como Leonor, que pregunta siempre: "Mamá, tú ¿en qué trabajas?". "Por España, hija, para tratar de mejorar mi país", responde paciente la princesa de Asturias. Es 22 de diciembre y hay revuelo en La Zarzuela. El Rey graba esta tarde, por adelantado, el mensaje de Navidad para Televisión Española. Una de las pocas apariciones mediáticas del monarca. Y es que en palacio impera la ley del off the record. Da igual que consigas mantener discretos contactos con algún miembro de la Familia Real. Sus declaraciones, a veces obligadas medias palabras, no se pueden entrecomillar. Si para este reportaje entrevistamos a Felipe y Letizia no lo podemos contar.

Letizia Ortiz es una princesa insólita. No sólo porque no nació para ser reina, sino porque minimiza al extremo su papel. No soy nadie, no soy nadie, se repite. El importante aquí es Felipe. Una princesa inaudita porque es, además, una mujer fuerte. Agresiva. De esas que intimidan a los hombres. Una persona vehemente; que dice lo que piensa. Curiosa: pregunta más que responde.

Enérgica: toquetea los hombros de sus interlocutores, les coge las muñecas, las manos... Quiere resultar convincente en lo que dice. En este tiempo ha aprendido a jugar rápido sus cartas; desde que se codea con Bill Clinton o Barack Obama sabe que posee pocos minutos para demostrar que tiene dos dedos de frente. Que es una mujer lista, a la que le interesa todo.

Huele a mora. De cerca, es tan delgada como aparece en las fotos. Su ropa deja entrever los huesos de sus brazos, finísimos. Tiene un físico de porte etéreo. El rostro, cerúleo; irreal su boca; el mentón inmóvil. Los ojos enmarcados por una raya color verde. Vivaracha, mueve las manos de aquí para allá, se atusa el pelo mirándose en el espejo. Es una mujer presumida, a la que le gustaría posar para los fotógrafos, elegante y exquisita, como Rania de Jordania. O abrir a los periodistas las puertas de su casa como hace libérrima la primera dama de Francia, Carla Bruni. Pero no puede.

Pese a que aparentemente no lo pretenda, Letizia es el último flotador de la monarquía española. "La verdad es que gracias a ella todos los actos aparecen en la prensa, aunque sea de forma secundaria: hablan de sus zapatos o de su bolso, pero se reseñan. La Princesa se ha convertido en el último objeto de deseo, no cabe duda de que aporta algo que hace que todo el mundo se interese por el Príncipe, por la Casa Real", reconocen en Zarzuela.

Sin embargo, Felipe es el heredero, el único que tiene un papel asignado por la Constitución de 1978 como futuro jefe del Estado. Y a él se le plantea el problema sucesorio de si será capaz de realizar la conversión de juancarlistas a monárquicos. Conseguir que los españoles aprecien a la institución, no sólo a su padre. "A eso le puede ayudar Letizia - apunta el académico de la Lengua y periodista muy cercano a la Familia Real, Luis María Ansón - porque ella es una mujer con un gran sentido de la realidad.

Por sus relaciones personales, su anterior matrimonio, sus compañeros, por haber trabajado en periódicos, radios y televisiones. Por su familia, con muchos altibajos...Todo eso hace que, cuando le diga algo al Príncipe, estará dictado por un sentimiento general de la realidad de la sociedad de la que ella ha formado parte". Lo intuyó desde el inicio don Juan Carlos: "Vuestra unión es semilla de continuidad dinástica y garantía de estabilidad para la monarquía parlamentaria", dijo en el brindis de la boda.

La puerta del salón de audiencias, contiguo al despacho del Rey, se abre. Un nuevo día de trabajo empieza en el Palacio de La Zarzuela. Un guardia civil hace entrada y anuncia: "¡Su alteza real la princesa de Asturias!". La nueva imagen de la monarquía, la futura reina de España, aparece entre grandes zancadas, una escueta minifalda de Mango y un twin-set de lana gris con lentejuelas. Los codazos entre la veintena de fotógrafos por conseguir la mejor posición se suceden y empieza un atronador ruido de disparos.

Ella aborda como puede, con sonrisa amplia y postura rígida, el saludo a las 15 personas que la esperan en audiencia. Minutos antes, todos practicaban con esmero su mejor reverencia. A la hora de la verdad, frente a su alteza real, el pánico se apodera de ellos. Parecen olvidar el ensayo general: hay quien se inclina tanto que corre el riesgo de darse de bruces contra ella mientras que otros hacen un extrañísimo cruce de piernas. "Hola, ¿cómo está? ¿Qué tal? Buenos días, ¿cómo va?...", pregunta doña Letizia. Y entonces posa un instante, con los ojos bien abiertos, pegada a sus invitados. Quiere asegurarse de que en las imágenes se vea que está trabajando.

La prensa se retira. Y la Princesa se queda sola en audiencia privada. Anima a los presentes a que se acerquen rodeándola. Tiene 45 minutos para que le cuenten a qué se dedican, cuáles son sus necesidades y transmitírselas a quien tal vez pueda ayudarles. Sabe que su trabajo consiste en hacer de correa de transmisión entre los ciudadanos y los altos cargos públicos. O, como ella misma explica, en ir haciendo amigos por el mundo.Fuera, los fotógrafos parecen contentos. Intuyen que el modelo de hoy dará que hablar.
Letizia vende. Ocho veces más que el Príncipe. Veinte veces más de lo que venden los reyes.
 
Sus peep toes o el largo de sus faldas. Todo es objeto de controversia. Un debate que parece no interesarle. No pretende ser fashion, ni chic, ni elegante, sólo aparecer adecuada y correcta. "En este tiempo lo que de verdad le ha molestado es leer y oír cosas que no se ajustan a la verdad, o la invasión de la vida privada de su familia o de la gente a la que quiere", cuenta una amiga muy cercana que prefiere no revelar su nombre para evitar el acoso de la prensa rosa. La Princesa tiene asumido que el viaje del anonimato al cuché es un precio que aceptó pagar cuando decidió casarse, un lluvioso 22 de mayo de 2004, con el futuro rey de España.

Se ha forjado una espalda ancha y una piel gruesa. A estas alturas es, dicen, invulnerable. "Ella entiende que ha entrado en un mundo diferente y no quiere despegarse de la realidad.

Ése es el plus que puede aportar a la institución. Letizia sabe lo que cuesta un billete de metro, el kilo de merluza, la mensualidad de los colegios concertados, una hipoteca, o cómo reclamar un recibo del agua al Canal de Isabel II. Entiende lo que le interesa a la gente joven, los problemas de adaptación del sistema universitario español con el Plan Bolonia.

Conoce cuáles son las diferentes sensibilidades de los territorios históricos de nuestro país, el número de parados, el pulso de la vida. Y junto con su marido forman un gran equipo. Están en el mismo barco". Hay quien avisa: "Sólo se equivocará si se dedica a ser más princesa que ciudadana, si se rinde ante el vestuario o una nueva nariz". No lo parece.

En privado Letizia no duda en hablarle claro y conciso al Príncipe. Ansón: "Tendrías que verla explicándole a él cómo tiene que actuar delante de las cámaras de televisión". El heredero nunca ha estado tan a pie de calle.

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