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Un Tribunal en fuera de juego

Un Tribunal en fuera de juego

miércoles 05 de mayo de 2010, 13:40h

El problema de la actual democracia española es que nació marcada por el síndrome del miedo -cosa natural cuando el dictador muere en la cama, circunstancia que trae como consecuencia que sus rémoras se apremien a protegerse- y nadie se ha preocupado de soltar lastre cuando tocaba. Y la losa la cargan muchos factores, al margen de una feliz Transición perfectamente diseñada para olvidar viejos rencores -¡qué poca perspectiva histórica tienen algunos de sus encendidos críticos!-, aunque permitiera que algunos se fueran de rositas.

En primer lugar, entre esos condicionantes, la Constitución que, afortunadamente, no es el mayor de los males. En todo caso, lo serán sus interpretaciones interesadas. Porque, por mucho que algunos quieran verter en ella su añoranza imposible de los Principios Fundamentales del Movimiento que inspiraron la doctrina franquista, los males de la Carta Magna vienen más de su interpretación interesada que de lo que dice su letra. Cabe pues homenajear a quienes la hicieron posible pues, analizada a fondo, ofrece una amplitud de interpretaciones -en un momento especialmente complicado, insisto- sólo imposible de ver por parte de aquellos cuyo punto de mira está sesgado.

Ahí está, por ejemplo, su indefinición de la indisolubilidad de España, a la cual se puede sacar mucha punta. Efectivamente, la Constitución, en su artículo 1 del Título Preliminar, indica que "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico las libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político", pero no marca, como sí hacen otras constituciones, el ámbito territorial del país. Es decir, no niega secesiones, para dejarlo claro, en el artículo que más énfasis pone en la definición de un marco de unidad. España, en mayor o menor extensión, siempre será España, viene a decir y habrá que defender lo que de ella quede. Otra cosa es que, precisamente por mor de ese terror originario antes citado, la ley de leyes del Estado contenga artículos que restrinjan su ordenamiento a la concepción monárquica u otros que, hoy en día, puedan parecer risibles.

Así, está claro, esta Constitución del terror -seguimos en la consonancia con el argumento principal- debería ser revisada de algún modo. Gane quien gane y pierda quien pierda con ello. Y debe ser adaptada a los tiempos que, hoy en día, no son los de 1978. Las cosas han cambiado mucho, y no ya sólo porque los tiempos son diferentes, sino porque se ha perdido el miedo. Claro, el inmovilismo, con sus tretas, puede tener la tentación de hacer demagogia y cuestionar si cada vez que uno se constipa hay que cambiar el marco legal: pues no, hay que repensarlo cada vez que el contexto aporta unas variables que hacen susceptible la duda. Y voy a definirme: si se me apura, es posible que la aparición de las nuevas tecnologías sean un marco importante para debatir. Pero tengo para mi que el marco adecuado para tal fin fue el momento en que se perdió ese miedo endémico, y que no fue otro que aquél en que se entró en la modernidad de la mano de las supraestructuras europeas y occidentales que imposibilitaban cualquier tipo de involución tercermundista.

Pero si la Constitución no es especialmente perniciosa, si lo son otras instituciones derivadas del actual ordenamiento jurídico español. Ahí está, pues, la Audiencia Nacional, en la que muchos -y, seguramente, no faltos de razón- ven reminiscencias del Tribunal de Orden Público franquista, de extraño parangón en las democracias occidentales. Una institución nacida para encausar aquello que cause alarma y esté relacionado con el equilibrio del Estado -y así se ha cercenado la libertad de expresión del diario vasco Egunkaria, cuya inocencia no ha quedado resuelta hasta siete años después del, nunca mejor dicho, fallo-.

O el ínclito Tribunal Constitucional. Otra vez nos hallamos frente a una institución fuera de lugar en la mayoría de organizaciones democráticas, que dirimen sus dudas legales a través de representantes elegidos por el pueblo. Porque, si el 'Estatut' es constitucional o no, quienes deben determinarlo son éstos -y ya lo hicieron- y no unos magistrados, al parecer marcados por tendencias políticas respectivas (¿se refleja ahí la separación de poderes?) que, si preguntamos al ciudadano de a pie, no sabrá respondernos ni quiénes son ni de dónde viene su legitimidad. Bueno, sí, del miedo coercitivo. Y al miedo hay que matarlo. Por eso, si queremos una democracia plena lo idóneo es que desaparezca el Tribunal Constitucional.

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