Sólo los republicanos más radicales confían en que el voto racial oculto acabe por dar la victoria a John McCain frente a Barack Obama.
El resto se ha convencido de que el factor étnico resulta irrelevante. Charlando en Nueva York con un amigo muy conservador, me confesaba ayer mismo: “Obama trasciende de razas, como Michael Jordan, Condoleezza Rice, Denzel Washington… Uno les admira o no por lo que hacen y dicen, al margen del color de su piel”. Por eso, esta vez mi amigo va a votar a un candidato afroamericano.
Por eso y porque Bush lo ha hecho tan mal, según él, que sólo alguien con el temple y la sangre fría del senador de Illinois puede remediarlo. “Y eso que aún no está muy claro cómo lo va a resolver ni cuáles son sus recetas, pero es que McCain sólo es más de lo mismo”.
Ya ven qué poco parecen importar los prejuicios raciales con la que está cayendo en el área de la economía; tan poco, que ni los más ultras se atreven a meterse con las raíces étnicas de Obama. Aquéllos que quieren desprestigiarlo, usan para ello tácticas más sibilinas o torticeras, como la de arremeter contra su mujer, Michelle, por considerarla una “Jacqueline Kennedy hortera, pasada por las rebajas de los grandes almacenes”, o recordar la incontinencia verbal del antiguo predicador del aspirante demócrata, el racista Jeremiah Wright, de quien Obama ya abominó públicamente.
O sea, que queda muy lejos aquella “guerra de razas” que hace veinte años el periodista de color Carl T. Rowan había pronosticado que estaba a punto de estallar. Al contrario. Los blancos estadounidenses, según la última encuesta que acabo de leer al concluir el tercer debate televisivo entre los dos candidatos a la Casa Blanca, están muy divididos en sus preferencias por uno u otro. Sólo entre el electorado negro funciona la disciplina racial, por llamarla de alguna manera: el 90 por ciento de los votantes afroamericanos sí que se decanta claramente por Barack Obama.
Ese carácter suprarracial del aspirante demócrata, ese discurso superador de grupos “que podría suscribir cualquier licenciado de Yale o de Stanford”, según otro amigo —éste, un progre de Massachussets de toda la vida—, al único que parece incomodar es al reverendo Jesse Jackson, apóstol de una negritud pasada de moda y que, al criticar la blandura de Obama y su abandono de la reivindicación de la causa negra, no hace más que acercarle aún más a la Casa Blanca.
Pase lo que pase, pues, el próximo 4 de noviembre, lo que se dirime no es la contienda entre un candidato blanco y otro negro, sino entre el debate de las ideas o la pervivencia de los prejuicios. Por fortuna, gane quien gane, éstos parecen ir a la baja.