En declaraciones a TVE,
Felipe González hablaba anoche sobre las relaciones EEUU-España. Para el ex presidente socialista, el grave error cometido (al que él, en su primera legislatura, por cierto, no fue ajeno) es considerarlas como un asunto de política interna. Lleva razón.
Gobierno y oposición, durante legislaturas y con independencia del signo político del inquilino de La Moncloa, se han estado tirando a la cabeza las relaciones con EEUU. Lo que podría llamarse la cuestión estadounidense ha sido una fuente de conflictos en el pasado y quizá vaya siendo hora de que, al rebufo de la victoria de
Barack Obama, acabe siendo sólo una cuestión de relaciones bilaterales entre la superpotencia y un país mediano como el nuestro, integrado en la OTAN y en la Unión Europea.
Por el notable interés –un punto desmesurado en lo mediático— despertado por la llegada de Obama a la Casa Blanca, los políticos españoles, Gobierno incluido, tienen la oportunidad de reconducir, racionalizándolas, ciertas actitudes anteriores. Desde los primeros acuerdos –en pleno franquismo autárquico—que España firmó con los Estados Unidos, el antiamericanismo de patio de colegio ha sido una constante en todas nuestras formaciones políticas. ¿Reflejo del estado de opinión de la sociedad española? No está tan claro que así fuera. Ciertamente confundir las políticas de determinadas administraciones estadounidenses –cosa que no es privativa sólo de España—con la realidad de un país y de una sociedad que, a lo largo de apenas 232 años, abrió brechas para las sucesivas emancipaciones políticas y sociales que han marcado las constantes del mundo contemporáneo, resulta pueril e injusto. EEUU es bastante más que las presidencias que, cada cuatrienio, han ido gobernando el país. Hoy por hoy, en los albores del siglo XXI, la sociedad norteamericana, mestiza, mezclada y vuelta a mezclar, con todas las imperfecciones que se quiera –que las tiene y muchas, tal vez demasiadas-- es el gran crisol donde se está fraguando una sociedad nueva, la que deja de lado cuestiones como el origen racial, filosófico o religioso.
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Si hay algo, como señalaba ayer Obama en su brillante discurso de Chicago, una vez conocida su vitoria electoral, que caracteriza a los EEUU es su capacidad de recuperación. Esta vez, el afroamericano presidente electo no sólo ha ilusionado a sus electores, sino que tiene algo que ofrecer a las demás naciones del mundo. No es nada material –su país seguirá siendo la superpotencia en la que se transformó tras la tremenda sangría de la Segunda Guerra Mundial--, sino el señalar un nuevo camino a la comunidad internacional. No es una senda festoneada de rosas –sería ingenuo suponerlo-- pero es viable, por muchas que sean las contradicciones que puedan aparecer –que lo harán— en el proceso.
Si, con la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776, las trece colonias británicas en América del Norte empezaron a democratizar las sociedades occidentales, el 4 de noviembre de 2008 ha marcado un hito no sólo en la historia interna de los EEUU. La victoria de Barack Obama trasciende su propio país. Sus trabajos para formar el equipo de su administración hacen que Madrid o Monforte de Lemos también sean Estados Unidos.