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Sociedad de urgencias

martes 20 de marzo de 2007, 14:07h

Vivimos la civilización del cambio vertiginoso. Todo es urgente, todo hay que hacerlo inmediatamente. Todo tiene que ser nuevo. Vamos apresurados por la calle, especialmente en las grandes ciudades, aunque no sepamos para qué corremos tanto. Lo que ayer era una novedad tecnológica de primera, mañana pasa a ser un bien obsoleto. Los móviles, los ordenadores, los programas se sustituyen cada poco tiempo porque hay una nueva y más completa versión. Si te descuidas, te quedas prehistórico en apenas una semana. Los móviles tienen importantes ventajas, pero impelen siempre a la urgencia. Suenan en un concierto, en una conferencia, en una iglesia y la gente, en lugar de apagarlo abochornada, sale corriendo a la calle a hablar con un fulano que seguramente no quiere nada. Hace días leía que en medio de una boda civil en un juzgado, sonó el teléfono del novio, quien lo cogió, pidió al juez que les casaba que parara un momento la ceremonia, quedó una hora después con el interfecto y, después, continuó la ceremonia. Si yo hubiera sido la novia, a estas alturas sigo soltera. Cuando a la urgencia se suma la mala educación, el desastre es previsible.

Se impone la “cultura kleenex”, de usar y tirar. La ministra de Cultura, Carmen Calvo, decía en Los Desayunos de Europa Press, que cada año se editan en España 70.000 libros, lo que, además de un disparate, hace que una “novedad” apenas dure dos o tres semanas en los estantes de las librerías, porque inmediatamente hay que sustituirla por otra más nueva. Eso en el caso de que pueda llegar a esos estantes, porque muchos, ni eso. Algo parecido sucede con las películas. Dos semanas en la cartelera y adiós. Como, además, hoy es muy fácil hacer un estreno simultáneo en medio mundo, si la película no funciona en poco tiempo, se quita y punto. Algunas, incluso de las que el Estado financia ni se llegan a estrenar, lo que demuestra que no merecía la subvención o que alguien se ha lucrado a costa de todos los ciudadanos.

En política sucede lo mismo. Los gestos son inmediatos, sin reflexión. Las frases son vacías, seguramente porque lo que importa no es escuchar al adversario ni pensar si dice algo inteligente, sino destrozarle inmediatamente. Si en cada frase algunos políticos tuvieran que poner una idea, permanecerían callados toda la vida. Los periodistas ponemos el micrófono para que nos digan ahora mismo lo que sea. Hay que ser rico en poco tiempo, aprender idiomas en cuatro semanas, conseguir un crédito ya, llamar urgentemente para lograr el premio fantástico...

Deberíamos reivindicar el placer de hacer las cosas en su debido tiempo, deprisa, pero sin urgencias, de pensar, de reflexionar para tratar de decir algo inteligente... o para no decir nada. En eso coinciden dos personajes como Mafalda y Mao Tse Tung. Ella decía que “hay que distinguir entre lo urgente y lo importante” y el líder chino que “lo urgente generalmente atenta contra lo necesario”. Lamentablemente, para muchos, el tiempo no es un instrumento, sino un fin en si mismo.

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