Seguro que tú lo valorarás mejor, jefe Jáuregui, que ya me sé yo que algún que otro finde te haces una sentada para devorar novelas de espías. Pero para mí que José Luis Rodríguez Zapatero y Carme Chacón se las han tenido más tiesas con el Centro Nacional de Inteligencia, en solo unas semanas, que Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist con la Säpo a lo largo de las dos mil quinientas páginas de Millenium en sus tres entregas. Pero al menos en la fascinante trilogía de Stieg Larsson hay un argumento, que te engancha, en el que el malogrado periodista te guía por las miserias reales e inventadas de los servicios secretos para poner en cuestión la honestidad y fiabilidad de los servicios de inteligencia: ese gran hermano que hemos creado en todas las democracias -y también en las que no lo son- para vivir más tranquilos y seguros. Y que tiene tantas tentaciones de convertirse casi en un Estado dentro del Estado en base a las reglas y jugarretas personales de un puñado de
espías. Lo malo es que en la defenestración de Alberto Sáiz los periodistas no han tenido argumento alguno: han hecho solo de espita por la que han salido abruptamente y arrasando los vapores a mil grados de la olla a presión de nuestros servicios secretos. Pero es esta novela no tiene final feliz por ninguna parte, si es que se ha acabado, que mucho me temo yo que para nada.
De momento un grupo de espías conspiradores se han cargado a su director llevando todos los días a la primera plana de un periódico las broncas y corruptelas o supuestas corruptelas del mando. Ellos que administran los secretos han decidido que las supuestas andanzas y la forma de dirigir de Sáiz debía ser pregonada a los cuatro vientos. Y así hasta que la bronca fuera tan insoportable para la seguridad misma del país que el Gobierno no tuviera más remedio que cargárselo. La buena noticia sería, si así fuera -demostrado no ha quedado- que nos hemos librado de un director del CNI que confundía demasiado lo público con lo privado y que no debía ser muy buen jefe, a juzgar por lo incontrolados que tenía a los suyos. La mala noticia, que esa sí que es segura, es que tenemos una camarilla de espías tan poderosa que arrambla con su director en cuanto se les pone entre ceja y ceja y se les sube la fiebre corporativa.
Seguro jefe Jáuregui que te acordarás cómo Adolfo Suárez contaba aquello de que a los espías que se encontró en el CESID, cuando llegó a presidente, solo les faltaba poner su profesión en la tarjeta de visita. Más que una gracieta de aquel eterno seductor era un lamento sobre la profesionalidad que encontró en la Casa.
(Quien le iba a decir que treintaytantos años después -lamentablemente nunca lo sabrá- que al primer ministro británico, Gordon Brown, le ha entrado la duda sobre si nombra o no director del M16 a su mejor candidato, sir Joh Sawers, porque ha descubierto que tiene una página en Facebook, en la que 200 millones de usuarios pueden conocer sus fotos de familia, la dirección de su casa y hasta dónde viven sus hijos). Me temo que Zapatero nunca se podría esperar que alguno de sus superagentes del CNI fuera a romper la confidencialidad que figura como norma sagrada en el catón del espía para airear miserias reales o inventadas y montar la escandalera en un periódico. Y eso que se les paga para que descubran y guarden bajo siete llaves los secretos de nuestra seguridad. Menuda papeleta para el bueno de Félix Sanz Roldán, el nuevo titular de la Casa. No solo tendrá que acabar con camarillas internas, si es que las hay –que para mí que sí y muy peligrosas-, tapar también las fugas de información –quien te pasa una foto a El Mundo, te filtra mañana un documento al coleguilla de cualquier servicio secreto de por ahí fuera- y lograr, por si lo anterior fuera poco, que no se vuelva a hablar del CNI en los papeles por muchos años. Tiene además la difícil misión de conseguir que nos olvidemos cuanto antes de que este asunto le ha reventado en las manos y por sorpresa, sin que fueran capaces de desactivarlo antes de que estallara, al mismísimo presidente del Gobierno, a la vicepresidenta primera y a la ministra de Defensa juntos, además de al ministro del Interior. ¿Cuántos meses o años han ignorado que parte de su servicio secreto le hacía la guerra a su máximo responsable y acumulaba munición suficiente para poner en marcha la gran conspiración en la carretera de la Coruña?
Que digo yo, jefe Jáuregui, que lo mismo estarás de acuerdo conmigo en que mal iremos si este país se convulsiona tantas veces por los golpes de mano de grupos tan sospechosos como Manos Limpias o tan poco recomendables como una panda de espías despechados y bien organizados. Mejor sería que las instituciones democráticas y sus máximos depuraran a los malos jefes o a los granujas cuando los haya y por sí solos, sin “ayuda” o interferencias de este personal tan poco recomendable y altamente sospechoso. Desde luego que con estos personajes no hubiéramos inspirado ningún best seller ni al fallecido Larsson ni al veterano John Le Carré.