Abundan en la política de nuestros días ciertos personajes de temperamento explosivo, que no suelen pasar un día sin protagonizar alguna contienda verbal, a los que no se les puede llevar la contraria. Hay quienes dicen que cuando se es un pendenciero redomado, la mitad de la culpa la tienen los genes y la otra mitad la pésima educación que ha recibido.
En términos populares, al pendenciero se le identifica con “el bacán, el matón de barrio”. Su conducta más que la razón y la decencia, muchas veces la determina el afán por aparecer como el “héroe” invencible, dueño de la verdad, el “Mesías” que todo lo resuelve y al que se lo debemos todo. El pendenciero no admite una opinión contraria a la suya, tampoco que alguien sea capaz de demostrar su incapacidad o señalar sus errores.
Sus reacciones suelen ser espectaculares, y sabe con habilidad transformarse de victimario en víctima y viceversa.
Cuando se ve acorralado, se defiende ofendiendo, denigrando, y pulverizando a quien supuestamente le “ofende”.
Para ello sabe crear los escenarios propicios y a su alrededor acólitos entusiastas y un público escogido que le aplaude a rabiar. Para el pendenciero en su conducta no hay nada censurable, porque él es quien dicta la norma a seguir.
“Gallo fino y pendenciero, canta hasta en el basurero”, dice la sabiduría popular. Peligroso es el pendenciero cuando detenta algún tipo de poder y mucho más si encabeza un gobierno. Entonces nadie, o casi nadie, puede liberarse de alguno de sus golpes bajos.