De banderas y mundiales...
martes 22 de junio de 2010, 06:34h
El domingo 20 de junio conmemoramos un nuevo aniversario del fallecimiento del Gral. Manuel Belgrano y el Día de la Bandera. Es casi imposible disociar al Hombre del Símbolo. Pero en ciertas ocasiones, como en ésta, el símbolo lo trasciende.
Habría muchas razones para recordar al Belgrano histórico, pretérito; pero nada lo rinde tan vigente y actual como el símbolo eterno que nos legara: nuestra Bandera Nacional. Es ella síntesis de la historia pasada y también de la venidera. Es ella la que bajo su manto nos cobija como hijos de esta tierra donde confluyen razas, credos e idiosincrasias tan diversas. Es ella la que exalta lo más hondo de nuestro patriotismo. Es ella la que perduró a los embates del tiempo; a los acuerdos y desacuerdos nacionales; a nuestro amor y a nuestra indiferencia, a la gloria y a la derrota.
Más vigente que nunca, en estos días de flamante bicentenario y de apasionado fervor mundialista, a pocas horas de un nuevo encuentro deportivo de nuestro seleccionado, esta vez contra Grecia, la bandera vuelve a reunirnos bajo su manto borrando toda diferencia social, política o económica. Mágicamente nos transformamos en un dynamico bloque humano coloreado de albicelestes ornamentos. Por unos días pareciéramos comprender lo hondo de su significado como símbolo unificador de sentires y pensares. Al menos por unos días pareciéramos comprender que en esencia, el símbolo de la bandera es por definición aglutinante de toda diferencia. No tiene sentido creer que alguien pueda adjudicarse el derecho de ser el dueño de la nacionalidad. La bandera sólo será tal cuando la expresión singular “mi” bandera sea transformada en el plural y podamos decir con orgullo “nuestra” bandera. Podemos agitar con pasión distintas banderías políticas, étnicas, sociales o deportivas formando un arco iris de ideas, ideologías e ideales. Pero debemos ser conscientes de que si agitamos la celeste y blanca será exclusivamente en signo de concordia y unión de todo el pueblo argentino. Y esto debiera ser más que sólo por unos pocos días cada cuatro años.
Pareciera ser que en las situaciones límite en lo político-social o cuando está en juego el honor y la gloria deportiva nacional algo de nosotros se aferra a la esperanza que nos irradia la bandera. Esperanza de ser alguien en medio de un mundo cada vez más globalizado. El límite lo marcan nuestros colores, surcando los cielos del planeta. Allí donde estemos con sólo alzar la vista un trozo de nuestra identidad se recortará en el firmamento. Como metáfora de lo que puede ser una salida a nuestra crisis nacional: dejar de mirar al suelo, erguirnos, alzar la mirada al cielo para redescubrir nuestros colores y lanzarnos con ímpetu y ferviente vocación patriótica a la construcción de una nueva Argentina. Alzar la mirada al cielo para descubrir nuestros colores y enfrentar cara a cara al Dios de los hombres que espera por nuestro renacer...
La bandera como símbolo. Paño flameante que abstrae y condensa la esencia e ideales de todo un pueblo, como igualadora de sentires, como un espejo en el cual cada argentino debería reflejarse e identificarse como miembro de una misma patria.
Se yergue silenciosa en los mástiles del país, testigo de una nacionalidad que a veces escondemos o preferimos callar.
Contemplémosla. Démonos la oportunidad de buscar en nuestro interior esa voz que nos hable sobre nuestra identidad, que sólo tiene dos colores posibles: celeste y blanca. La bandera nunca es muda. Tal vez esté muda nuestra alma frente a tanto individualismo exterior.
Es con nuestro trabajo diario, con nuestra mano solidaria tendida hacia los demás, que cada uno de nosotros aporta al tejido del paño albiceleste una hebra más de hilo, que se entrelaza con la de los otros, logrando dar textura y fuerza pujante al símbolo de nuestra argentinidad.
Hay épocas en las cuales el egoísmo deshilacha la trama, transformando en girones separatistas lo que debiera ser comunión de todo un pueblo.
Contemplemos la bandera. Su suave susurro se esparce por todo el entorno interpelándonos. Si nada escuchamos debemos buscar en los oídos de nuestro corazón. A lo mejor entre tanto barullo ajeno puede perderse nuestro idioma y nuestro acento argentino...
Una vez más, la historia nos brinda como en cada día de nuestra vida, la oportunidad de ser protagonistas.
En el año de nuestro bicentenario, que nuestro amor, nuestra labor cotidiana y toda nuestra vida se consagren a fortalecer con nuestra humilde hebra la trama de la insignia nacional, para que dejemos como herencia a las generaciones venideras un sólido paño hecho de la unión y el esfuerzo nacional y no sólo girones de trapo descoloridos por el desinterés, el desamor y el individualismo egoísta y absurdo. De nosotros depende.