Ahora que el polen de la actualidad trae noticias de nuevos contactos con los aledaños del mundo etarra: negociadores internacionales, cafés de Iguiguren, reseñas periodísticas de cámara, etc, parece llegado el momento de recordar que desde el Gobierno y por respeto a las víctimas, nadie debería dar un paso en dirección contraria al decoro. Ahora que según el propio decir de algunos ministros, la ETA está en las últimas, resultaría inexplicable cualquier escenario que fuera más allá de exigir la rendición de lo que queda de la banda. Se lo debemos a las familias de las 853 personas asesinadas por los terroristas.
El final, la extinción de la ETA, no puede aparejar ventaja política alguna para quienes durante años han actuado de turiferarios de sus crímenes o para aquellos que hicieron de la ambigüedad un salvoconducto para seguir viviendo tranquilamente en el País Vasco mientras otros conciudadanos, alrededor de doscientos mil, se vieron forzados a abandonar la tierra en la que habían nacido. A lo largo de cincuenta años, la ETA y sus cómplices han causado tanto dolor, tanta pena, tanta tristeza, que sería inaceptable un final sin reconocimiento de culpa y de deuda.
Culpa que deben substanciar los tribunales y deuda que, en términos de reparación moral, sólo pueden tasar los familiares de las víctimas. Harán mal los políticos si optan por el atajo en aras de hipotéticos objetivos electorales. Si precipitan un final que no sea de vencedores y vencidos, la gente de a pie, que es mayoría, no se lo perdonará. Cosas así, se pagan en las urnas.
Si (
No(
