Hoy, ante la ejecutiva del Partit dels Socialistes de Catalunya, Pasqual Maragall ha renunciado (no se puede hablar de dimisión) a su cargo de presidente. Tras su defenestración del verano pasado, el que fuera presidente de la convulsa Generalitat del primer tripartito, se había transformado en un lastre para su propio partido. Aquejado de lo que, alguno de sus cada vez más escasos incondicionales llamó “fase de pasotismo”, Maragall, presidente del PSC, llevaba seis meses sin acercase a la semanal reunión de la Ejecutiva de los socialistas catalanes. Hoy lo ha hecho para renunciar a su cargo. Y más de algún suspiro de alivio se habrá escuchado en la sede del PSC, para, acto seguido, correr por encima de la Ejecutiva la ominosa sombra de la incertidumbre: ¿qué hará ahora Pasqual?. Al menos durante las próximas veinticuatro horas –aventura el columnista—ni el propio interesado lo sabe.
¿Quema de naves por parte de Maragall? No. ¿Huida hacia delante? Tampoco. ¿Estancamiento de protagonismo? Quizá. Dejémoslo, por tanto, en una parada técnica, de duración indeterminada –aunque hay que temer que tirando a corta--, de un personaje, que con sus pros y sus contras, sigue siendo un referente en y de la política catalana. Incluso cuando, como durante la segunda quincena del pasado mes de abril, el expresidente de la Generalitat, en dos entrevistas (una a un diario romano y la otra a una revista catalana especializada en Historia contemporánea), se despachó a gusto sobre sus recientes peripecias del año 2006 (Estatut recortado en Madrid, negativa de Rodríguez Zapatero a que se presentase a la reelección en las catalanas del 1 de noviembre pasado), los dirigentes del PSC no dijeron ni pío. La consigna de José Montilla, sucesor de Maragall al frente de la Generalitat, y primer secretario de los socialistas catalanes, fue de silencio total. Muts y a la gàbia!!... (Mudos y en la jaula. ¡Silencio en el gallinero!, traduciríamos al castellano). ¿Respeto o temor reverencial cuando no pánico al personaje? Pongamos que mitad y mitad. Porque el cerebro de Maragall sigue bullendo y, además, como es una constante de su biografía pública, siempre pasado de revoluciones.
Hasta el más abstemio de los dirigentes socialistas catalanes (que los hay y en número excesivo por aquello de reflejar fielmente las proporciones sociológicas) agarraría una cogorza de campeonato, un pedo etílico colosal, si tuviera la seguridad de que la renuncia de hoy representa el último acto público de Pasqual Maragall. Es el primero de los penúltimos actos –habrá muchos más— del personaje. Maragall no se va. Cambia de escenario y de decorado. Es su sino. Y también el nuestro.