Latidos. Ser boliviana/liviano más allá de las fronteras. Una de las experiencias más intensas –de esas que arrugan el almita– que he tenido en suerte ha sido ver y luego comentar la película documental de Marcos Loayza y del Informe sobre Desarrollo Humano: “El estado de las cosas”, con compatriotas que hoy (sobre)viven en España. Uno se siente extraño, interpelado, triste. Es como sentarse con un ser querido que se ha marchado para mostrarle cómo está su casa. ¿Ya ves?, hay esperanza, parecían decir los ojos allí presentes, muchos de ellos cercados con lágrimas y nostalgia.
Pero allende los sentimientos, lo que quiero compartir con usted son los tres mensajes/señales que aquellos nuestros, hoy distantes en cuerpos-territorio, expresan con manifiesto orgullo y dignidad. El primero es casi una exigencia de reconocimiento: “somos personas, no números”. Es decir, más allá de la estadística (extra)oficial de emigrantes y más acá del tamaño-incidencia de las remesas, “el colectivo boliviano” que radica –de paso, unos meses, muchos años– en el extranjero está compuesto por individuos. “Detrás de cada uno de nosotros hay una historia”, dicen. Y tienen razón.
El segundo mensaje constituye una notable reivindicación de raíces-identidad. “No importa dónde estemos ni cuánto tiempo: no dejaremos de ser bolivianos”. Es decir, aparte de las estrategias de integración (a veces franco camuflaje) para mitigar las discriminaciones resultantes de ser “el otro” en tierra foránea, existe plena claridad en el sentido de pertenencia a una comunidad nacional: Bolivia. Ora seamos “bolitas” en Buenos Aires, ora “sudacas” en Madrid, tenemos una identidad-familia común y, cual hijos pródigos, nos sentimos orgullosos de ella.
¿Y el tercer mensaje? Consecuencia de los dos anteriores, constituye una demanda de derechos: “queremos ser tomados en cuenta”. Aquí la señal es inequívoca. Aunque estén fuera del territorio y, por diversas causas, hayan tenido que abandonar el país, nuestros compatriotas reclaman con justicia ser parte de la toma de decisiones colectivas sobre los caminos/futuro de la nación boliviana. Y el primer derecho, a qué negarlo, es el voto; esto es, el derecho a elegir gobernantes-representantes y pronunciarse en las consultas sobre asuntos públicos. ¿Es tan difícil entenderlo?
Aquí estamos, aquí estamos, nos dicen los nuestros desde lejanas tierras. Y en efecto: ahí están. No son fantasmas sin nombre ni expatriados sin retorno. Constituyen los rostros/rastros del ser boliviano –en toda su diversidad– dando batalla, allí donde se encuentren, para ampliar sus horizontes y vivir mejor. Por ello bien harían el Estado y la sociedad, en este momento constituyente, en convenir principios e instituciones para garantizar que los emigrantes son personas, son bolivianos y son ciudadanos. Y mejor aún si asumimos como bandera-causa la (re)construcción de un país que aliente/permita el desexilio, ese sueño incesante de los que se han ido.
FADOCRACIA
Cuestión de glóbulos rojos. Los gendarmes-dueños del deporte institucionalizado pretenden, con renovado brío, prohibir el fútbol de/en altura. El “argumento” es por demás chapucero y, por tanto, deplorable: los jugadores –léase estrellas brasileñas y argentinas– pueden quedar seriamente lesionados en su salud si corretean a más de un nivel mínimo vital de metros sobre el nivel del mar/mal. ¿Se imaginan un gordo Ronaldo o un menudo Messi en Potosí? Vaya espectáculo. Por ello en nombre de la “equidad competitiva”, los señores de la FIFA –esa mafia (Maradona dixit)–, quieren vetar ciudades como La Paz y Quito a fin de precautelar los millonarios negocios del monopolio futbolero. Cuestión de billetes verdes... Dicen los creyentes que si la altura fuese dañina, Dios viviría, calientito, rodeado de mulatas caribeñas, en el averno. ¿Reprimir el fútbol de altura? Es como negar la quimera del paraíso. Y es que, como dice Monterroso: “lo único malo de irse al cielo es que allí el cielo no se ve”.
Columna: Desde el ombligo