Si no hubiera imágenes, si no se hubieran emitido, la agresión de un salvaje a una menor ecuatoriana en el metro de Barcelona hubiera pasado desapercibida. Hay, según los datos de SOS racismo, 158 casos similares en Cataluña en 2006, de los cuales 89 fueron por agresiones. También hay denuncias contra inmigrantes por agredir a españoles, así que, aunque la xenofobia es un agravante, hay que hablar de violencia contra las personas.
La salvajada del joven agresor, la frialdad de su acción, su cinismo al decir que estaba borracho, su petición de dinero para aparecer en un programa de televisión me parecen casi tan graves como la falta de diligencia de la Justicia –juez y fiscal- para actuar en una caso que, afortunadamente ha desatado una gran alarma social. Pero, insisto, ni es un caso aislado ni hubiera tenido repercusión si no hubiera sido grabado por una cámara y emitido machaconamente por todas las televisiones. Esas mismas imágenes las hemos visto en el Metro de Nueva York y hemos mirado hacia otro lado porque no nos decían nada. Ahora, también las podemos ver en el de Barcelona o en el de cualquier ciudad española. Es un problema de xenofobia, pero también lo es de una sociedad que fomenta la violencia, que la permite casi como algo natural: en la televisión, en el cine, en la calle, en los colegios... Y la violencia engendra violencia. O se actúa en las raíces o se nos va de las manos.
Pero lo importante no es sólo identificar el problema sino cómo se actúa ante el delincuente. Si, como parece, hay una televisión dispuesta a pagarle por contar su “hazaña” o que, simplemente se plantea esa posibilidad merecería una condena radical. Hay que esperar que este pésimo ciudadano sea procesado y que los jueces le impongan el castigo que merece. Pero tal vez haya que pensar en otro tipo de castigos, el juez Emilio Calatayud se ha hecho famoso desde Granada porque impone sanciones que sirven para rehabilitar a menores: obligarles a acompañar en la patrulla a un policía municipal, a los bomberos durante varios fines de semana, servir la comida durante un mes en un centro de indigentes, pintar una estación, e, incluso, fines de semana en prisión para padres que han fomentado el absentismo escolar de sus hijos. La cárcel por sí sola rehabilita poco o nada. A este individuo habría que ponerle a atender a inmigrantes hasta que descubra lo que ya sabemos todos: que la mayor parte de ellos, como del resto de los ciudadanos, valen infinitamente más que él.