Lo menos que puede decirse del juicio que se les sigue a los comisarios Iván Simonovis, Lázaro Forero y Henry Vivas, como a los ocho agentes de la Policía Metropolitana que corren igual suerte por los sucesos del 11 de abril 2002, es que tiene de todo menos de proceso judicial, y conforma todos los aspectos de una venganza política que irrespeta la esencia de lo que se entiende como aplicación de la ley.
Después de tres años de inverosímiles contradicciones por parte de la Fiscalía General y de los jueces, el último de los episodios ratifica la percepción general de que no se trata de un juicio ordinario sino de un juicio político, que no tiene nada que ver con la administración de justicia.
Los once ciudadanos venezolanos son, por consiguiente, rehenes de una obsesión y de una venganza que carece de fundamento, de una intolerancia sin precedentes practicada por quienes en su momento se beneficiaron con medidas de gracia.
Se supuso, y se esperó con razón, que el calvario al que han estado sometidos terminaría con la Ley de Amnistía dictada por el Presidente de la República. Para acabar con esas expectativas se pronunció la fiscal general de la República, quien declaró que los comisarios y los agentes "no gozan de los beneficios de la Ley de Amnistía promulgada por el presidente Hugo Chávez, puesto que sus delitos afectan los derechos humanos".
El absurdo es tan grande que se juzga a once personas por la muerte de dos ciudadanos que recibieron sendos disparos, que según evidencias de los organismos oficiales correspondientes fueron hechos desde cierta altura, desde un edificio vecino, y es imposible que hayan sido hechos desde la calle, donde estaban los acusados. Es lo que parecen indicar las experticias. Ninguna prueba ha sido exhibida que tenga validez, ni siquiera para sostener la sospecha, según los abogados defensores. De modo que no se trata de un proceso sino de una retaliación. "A confesión de parte, relevo de pruebas".
Veamos: al presentar su mensaje a la Asamblea Nacional, el Presidente de la República sentenció a los tres comisarios al llamarlos "asesinos y delincuentes". Los condenó. ¿Cómo era posible que después de estas expresiones alguien pudiera suponer o esperar que la juez del caso tomara una decisión basada en los dictados de la justicia y no en los úkases del Presidente? Con su estilo de costumbre, el mandatario nacional fulminó a los comisarios y al politólogo Nixon Moreno, asilado en la Nunciatura Apostólica. Castigó a la Iglesia con tal virulencia que el nuncio Giacinto Berlocco estuvo a punto de abandonar el hemiciclo de la Asamblea Nacional. A quienes abogan por la suerte de los comisarios y sostienen que deben ser beneficiados por la Ley de Amnistía, como el cardenal Urosa, el Gobierno los fulmina. Nadie podía esperar que la juez que lleva el proceso decidiera a derecho. Si quienes defienden a los comisarios son atacados de manera tan implacable, ¿qué suerte podría correr quien contradiga la sentencia presidencial?