La fulminante decisión del juez Garzón de encarcelar a la alcaldesa de Mondragón, después de que haya fracasado la llamada "moción ética", puede llevar a algunos a pensar que la tarea que debe realizar la política, al final, la resuelve la Justicia. La alcaldesa en cuestión no está en la cárcel por ser alcaldesa, sino porque, según el criterio del juez, ha desobecido la prohibición recaída sobre ANV de realizar cualquier actividad. La lista de Mondragón, como la de otros 40 municipios vascos, fue considerada en su momento como libre de toda sospecha. Las listas ilegalizadas fueron otras, justo las que el Gobierno sometió al criterio de la Sala del 64. Entonces muchos dijimos, con cautela pero con conocimiento sobrado del terreno, que los ilegalizados y los permitidos eran lo mismo y que todos ellos formaban parte de un único proyecto político denominado ANV. ¿Alguien puede imaginar que a la dirección de un partido se le 'cuelen' nada menos que la mitad de sus candidaturas?
Esta decisión del Gobierno pertenece al pasado y las urnas han revalidado la gestión conjunta de Rodríguez Zapatero. Recordar lo que pudo ser y no ha sido es pura melancolía, pero nada resulta irrelevante en el imaginario colectivo y ahora la decisión del juez Garzón -¡siempre Garzón!- ofrece el terreno abonado para que aquellos que nunca condenan la violencia, que desprecian la democracia pero se sirven de ella y que a lo largo de años y años han demostrado ausencia total de compasión, tengan la percepción de que los mecanismos del Estado de derecho pueden funcionar al albur de las conveniencias políticas. Llevados de esta percepción, pueden concluir que ahora toca el palo, pero puede llegar el momento de la zanahoria. Todo dependerá -creen ellos- de la coyuntura política, del temblor de piernas que sean capaces de provocar.
Estos vaivenes de los que creen, creemos, en la democracia y en el valor de la vida por encima de cualquier otro interés, contrasta con la constancia de los que matan y de los que apoyan a los que matan. El 'éxito' de ETA estriba en su perseverancia, en la reiteración del discurso, en su línea inalterable y cruel de actuación, en el recordatorio permanente de sus objetivos. Hoy tienen menos fuerza que hace veinte años, pero son los mismos y ni su estrategia ni sus objetivos han cambiado.
Frente a esta perseverancia, la democracia española, en su afán por acabar con el terror, ha modificado estrategias, tácticas y hasta vocabulario. Hemos creído caminar hacía el oasis, cuando en realidad era puro espejismo. Desde la ruptura del último alto el fuego, vivimos tiempos de cristales rotos. Es muy probable que al encarcelamiento de la alcaldesa de Mondragón le sucedan otros, pero nada podrá borrar el fracaso de la democracia, incapaz de retirar del poder a quien y quienes no condenan el asesinato de una persona con la que, con toda seguridad, se cruzaban por la calles de la localidad guipuzcoana.
Pero los terroristas y quienes les apoyan tienen memoria y saben bien de nuestros vaivenes. Ellos ahora sienten que han llegado los tiempos del palo, pero no han perdido la esperanza de los tiempos de la zanahoria. La experiencia les dice que después de la tormenta llega la calma y en esto radica su esperanza, basada en la falta de perseverancia de los demás y en la aparente permeabilidad del Estado de derecho.