Aunque les suene a ustedes a frivolidad, me parece muy bien que la Princesa de Asturias, antes Letizia Ortiz Rocasolano, periodista que fue, esté considerada como una de las mujeres más elegantes del mundo por el ojo crítico y experto de 'Vanity Fair'. Es bueno que quien será la reina de España tenga pátina y homologación de elegancia en un mundo en el que la imagen cuenta más que cualquier otra cualidad imaginable. Pero está claro que eso no es todo.
Desde la distancia, he asistido, como todos, a la lenta transformación de la periodista a la que conocí brevemente como profesional. Doña Letizia se ha vuelto un personaje más cauto y, por tanto, más distante; más correcto y, por ende, menos simpático. Hay un algo de rigidez y encorsetamiento en su buen estar, un punto de demasiado evidente escuela-de-la-perfecta-princesa.
Siempre me he declarado monárquico, que no meramente, como una mayoría, juancarlista. Y siempre he reconocido que, hasta donde se me alcanza, Don Felipe de Borbón tiene todas las cualidades, menos la de la proximidad, para ser un gran Felipe VI, un buen rey de España, cuando le toque. Pero, tanto él como la Princesa, tendrán que ganarse día a día el puesto de trabajo y el sillón en el Palacio de Oriente. Me parece que el heredero de la Corona española y su esposa necesitan algún 'plan de comunicación' que los dé a conocer a los españoles en todos los órdenes, más allá de esas imágenes acuáticas a las que, año tras año, nos tiene acostumbrados la familia real en sus vacaciones mallorquinas.