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Volcar el rostro

Volcar el rostro

lunes 24 de noviembre de 2008, 05:48h

Un asesinato de responsabilidad colectiva, como el que acaba de producirse en la provincia Omasuyos, suele empujar a que la justicia no sólo sea ciega, sorda y muda, sino que induce al conjunto del Estado a una condición catatónica. Esto se reitera y va más allá de lo conocido cuando el Alcalde de la población donde se torturó a 11 sospechosos de robos y agresiones, causando la muerte a dos de ellos, advierte que bloqueará cualquier investigación, al tiempo que interpela: ¿Cómo es posible que no haya garantías para la sociedad civil y sí las haya para los rateros? Por si quedara alguna duda, el máximo representante de las organizaciones vecinales del pueblo ha advertido a los jueces, fiscales y medios de difusión que deben atenerse a las consecuencias si deciden husmear el lugar de los hechos.

Con estos datos es casi seguro que nada se esclarecerá, ni se juzgará, y que el escándalo noticioso languidecerá paulatinamente. Los pobres recursos con que cuentan el Ministerio Público y la Policía para atender casos que ocurren más allá del perímetro de las capitales departamentales resultarán ridículamente insuficientes ante el hermético pacto del silencio local. Es evidente que, en este entorno, cualquier gobernante, no sólo en Bolivia, las tendría muy feas si quisiera aplicar todo el peso de la ley, porque aún el despliegue de un descomunal nivel de fuerza, no garantizará que se evite una confrontación desastrosa.

Tiene que sumarse a lo anterior que es muy probable que existan intensas corrientes de opinión favorables al linchamiento, inclusive entre los grupos que hostigarán a las autoridades por cualquier negligencia u omisión, debido a la ascendente sensación de inseguridad y a los antecedentes criminales de las víctimas. Todo esto incitará a dejar hacer y dejar pasar, a volcar el rostro y pasar a ocuparse de asuntos realmente importantes.

Éste lo es, en una medida máxima, por las vidas que se tomaron y la reiteración de prácticas que cuestionan la base misma de una convivencia social organizada. Esto se aplica a cualquier sociedad contemporánea y mucho más a una que necesita y proclama la necesidad de refundarse o renacer, cosas que se conseguirán en la medida en que acometamos una renovación intelectual y moral, de importancia idéntica a la reforma política y la transformación productiva. Callar y dejar pasar es una forma calamitosa de corroer una estrategia de cambio, de minar su credibilidad, su fuerza y su proyección. No sería menos desastroso para esos objetivos si se intentase encarar las cosas con un enfoque represivo. No se trata de calcular la fuerza necesaria para doblegar a una población, como bien lo sabemos por experiencias aún frescas.

La forma correcta de encarar el problema es acudiendo al impulso y la energía que han hecho posibles las transformaciones; a ese sentido común que se ha impuesto en los momentos de mayor riesgo a que la violencia se disemine. Las debilidades crónicas del Estado, magnificadas por la transición, tienen que compensarse con la acción de organizaciones y dirigentes sociales que deben autoconvocarse y ser llamados (por intelectuales, sindicalistas, ONG, iglesias, universidades, jefes políticos) a deliberar y tomar posición sobre la necesidad de que no prolifere la aplicación de justicia por mano propia. Son ellos —más que fiscales o policías— los que pueden establecer comunicación con quienes resisten las investigaciones y conseguir que revoquen su decisión, como un aporte real a que el cambio avance y perdure. La incógnita es si existirá la gran audacia que se necesita para que prevalezca un auténtico sentido renovador, o si se impondrán los más grandes cómplices del pasado: el temor, el escepticismo y el cálculo.

Analista político y catedrático

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