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Gauguin, El Roto y el último mohicano

Gauguin, El Roto y el último mohicano

lunes 26 de febrero de 2007, 06:03h

Cualquier persona sabe lo que significa el tedio, el aburrimiento, la monotonía. La falta de entusiasmo y la necesidad de dormir para no ver ni sentir. Cualquier persona conoce de sobra que hacen las instituciones con el ser humano. El matrimonio es una institución. En esa institución - necesaria para el sistema, imprescindible – al poco tiempo de ingresar en ella, se van generando  patologías,  tramas, expresiones de deseo, afectos sospechosos. Sobrevivencia. Defraudaciones, amenazas, rezos. Pactos matizados con alegorías paulinas, televisión, abyecciones, tensiones canalizadas o polarizadas en desprecios vertiginosos. Se bordea la caricatura, los coqueteos, deshilachadas vacaciones, estampas familiares, un cielo privatizado que distribuye la renta interna. Bingo.
 
Quien captó esta situación, y muchas otras, fue el genial Paul Gauguin. Pintor neoimpresionista, nacido en París el 7 de julio de 1848. Su padre, periodista liberal, tuvo que inmigrar a Perú y el joven Gauguin se convertirá en un viajero que anhela la libertad. Su primer maestro será Camille Pizarro, su pintura le llamará la atención a Edgar Degas. En su vida probará diversos oficios, el más famoso agente de bolsa, donde obtendrá ingresos considerables. Se casará con la joven danesa Mette Gad con la cual tendrá cinco hijos. Pero el tedio, la rutina, lo va minando. Dejará todo, familia, impresionismo (descubre el simbolismo), y sufrirá la penuria de las deudas, convivirá con problemas económicos hasta el final de sus días. El alcohol será su escapismo. Escribe, conversa, vocifera contra una sociedad hipócrita que lo ahoga, que lo acorrala. Dirán de él que es un lobo. Viajará a  Rouen, Paris, Copenhague. Luego a Martinica, Panamá. Su nuevo sueño será Tahití, Papeete a donde llegará en 1891. Se retira de la civilización y vive con una joven mestiza. En pintura quiere romper con todo aquello  que represente el realismo; en lo afectivo e ideológico con una civilización autoritaria, destructiva. Regresa a París para volver a los pocos años, una vez más, a Tahití. Desesperado, enfermo, alcohólico, solo. Allí comienza a luchar en defensa de los indígenas y tiene dificultades con las autoridades. Abandona la isla y se traslada a Tauna donde se aísla lo más posible con una muchacha para vivir en una cabaña. Morirá, según se sabe, de un ataque al corazón el 8 de mayo de 1903. Su último sueño era recomenzar su vida, esta vez en España.

Hace unos días pude admirar en la Oficina Cultural de la Embajada de España en Buenos Aires una exposición de Andrés Rábago (Madrid, 1947) que me dejó verdaderamente impresionado. Se lo conoce como El Roto.

No se define como humorista, sino que prefiere decir que practica la sátira, en la que el humor puede tener su aparición, pero de la misma forma que otras cosas. Ha procurado reflejar la realidad social, siempre desde un punto de vista crítico y satírico. Muestra una vida que está llena de contradicciones. Estas son  palabras de Luis Goytisolo sobre su obra.

“¿Significan las palabras lo que los diccionarios nos dicen que significan? En el primer cuarto del pasado siglo, tras los horrores de la Gran Guerra, unos cuantos escritores y artistas lo pusieron en duda. La mayor parte de los ismos de aquel entonces deben su existencia a esa duda, a la irrealidad de la palabra, a la irrealidad de la realidad. Tras la Segunda Guerra Mundial, tras los holocaustos que acompañaron al Holocausto, la cuestión se radicalizó todavía más: ¿era posible seguir escribiendo después de todo aquello, utilizar las mismas palabras que habían servido para organizar o justificar lo sucedido? Para muchos –creadores y críticos– era evidente que no, que había que buscar otras formas de expresión. Sólo que, vencida la reacción traumática, el escritor realizó una vez más lo que tantos otros se han visto obligados a realizar a lo largo de los siglos: rehacer el idioma, recuperar las palabras, todas las palabras, tras limpiarlas de cualquier clase de adherencia por el mismo procedimiento por el que fueron ensuciadas, invirtiendo su significado, convirtiéndolas en expresión de lo contrario que habían expresado. Si libertad o libre, habían sido convertidas en sinónimo de opresión, al ironizar sobre tal mutación, al convertirla en disparate objetivo, se daba a la palabra una nueva acepción redentora. Utilizar literalmente, fuera de contexto, el discurso totalitario de un dirigente político, por ejemplo. En cualquier caso, el instrumento fundamental –aunque no el único– en la tarea de recuperar palabras es la ironía.

Lo es, desde luego, para El Roto, en sus colaboraciones diarias, mezcla de dibujo y palabra, recogidas en el presente Vocabulario figurado. Me atrevería incluso a decir que tal conjunción es lo que mejor le distingue de otros buenos dibujantes satíricos de la prensa periódica: el papel que la palabra desempeña en su obra. Palabras de contenido social, político, religioso, económico o filosófico que han llegado a ser sinónimo de lo contrario de lo que significan, pero que debidamente limpiadas por la ironía no parece sino que hayan recuperado su libertad de movimiento.

Antecedentes, que yo sepa, no hay muchos aunque sí muy ilustres. El más próximo en la idea, ya que no en el tiempo, sería Daumier y sus obsesiones respecto a médicos y juristas, para él leguleyos y matasanos. Pero en España tenemos a otro todavía más ilustre: Goya, el Goya de los Caprichos, los Disparates y de los Desastres. La mezcla de ingenuidad y maldad, de piedad y horror es muy semejante en ambos. Pienso, por ejemplo, en el Capricho titulado Aquellos polvos... Tremendo. Ni sarcástico ni mucho menos gracioso. Y es que, ¿son graciosos los dibujos de El Roto? Con frecuencia, más bien espantan.

Pero hay otro rasgo todavía más específico común a las estampas de Goya y de El Roto: el carácter inequívocamente hispánico de la realidad representada. Los horrores de Goya no son alemanes o rusos, ingleses o turcos. Son hispánicos. Y los personajes de El Roto, pertenezcan al pueblo llano o a las élites financieras, son esencialmente hispánicos, así en su cándida inocencia como en su rapaz estolidez. Marx precisó con gran agudeza la alineación que aquejaba a la clase obrera de su tiempo, distinta de los diversos tipos de alineación propios del estado de bienestar y de la sociedad de consumo, hoy mucho más vigentes. No prestó atención, en cambio, a la alineación que padecía el hombre de empresa de su tiempo y que siguen padeciendo los hombres de presa actuales. Una alineación regida en lo fundamental por la estupidez, por brillantes que sean sus resultados desde un punto de vista técnico: estupidez en el ámbito subjetivo –en cuanto ese tan oscuro como poderoso hombre de negocios que representa El Roto habrá vivido su vida tan poco como el obrero de los tiempos de Marx la suya–, y estupidez en el ámbito objetivo, toda vez que lo que él entiende por crear o construir significa en realidad destruir. Pues bien, el inexpresivo fatalismo con el que semejantes seres se expresan no es ni estadounidense ni británico ni alemán, sino de profundas raíces hispánicas, todo y todos sometidos a ese fatalismo tan inexorable como el de los pasos de Semana Santa. Al igual que la bondad y la dejadez que recoge en otras ocasiones, la irreflexión y la banalidad, la candidez y las determinaciones más despiadadas. Por encima de los grandes negocios, del delito ecológico, de la corrupción, del fanatismo religioso, del consumismo o de la mentalidad multimedia, los desastres recogidos por el vocabulario figurado de El Roto se hallan presididos por la estupidez.

¿Cómo entender, pues, ese Vocabulario? ¿Invitación a la reflexión? Sí. ¿Breves fábulas de contenido moral? También. ¿Un anatema susceptible de conjurar el mal, de abrir un margen de esperanza? Apenas. Se diría que la única enmienda en la que El Roto cree es la que resulta de un buen escarmiento, de una ejemplar catástrofe. Y lo malo es que bien pudiera tener razón.”  

Creo, amigo lector, haber sido claro. Son temas que debemos tratar para intentar mejorar una sociedad. Quiero despedirme con unas palabras de Albert Camus que pertenecen al discurso pronunciado cuando se le entregó el Premio Nobel de Literatura, en Estocolmo, en 1958. “ …al lado de todos esos seres humanos silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir, mas que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad y esperanza a volverlos a vivir”. Nos seguimos viendo.

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