A contracorriente. El fútbol, territorio de impunidad
jueves 01 de marzo de 2007, 23:24h
Uno está curado de espanto con esto del fútbol desde que hace veinte años se jugó aquel Juventud-Liverpool con 39 muertos y 400 heridos en las gradas, tras una avalancha.
El deporte parece anestesiar nuestra sensibilidad. Se entiende, pues, que algunos ultras béticos siguieran apedreando la ambulancia que trasladaba al entrenador sevillista, Juande Ramos, aún inconsciente tras ser agredido. En una declaración posterior, el portavoz del Betis aludía a “un hecho aislado”, para quitar hierro al asunto, amenazando con que si se identificaba al autor no volverían a dejarle entrar en el estadio. ¡Faltaría más!
Aquí no hablamos de matanzas, que las ha habido en choques de fútbol, desde Inglaterra hasta Sudáfrica y desde Turquía hasta Colombia, pasando por una guerra fronteriza entre Honduras y El Salvador a cuenta del resultado de un partido. Claro que esperar que se produzca una tragedia para tomar medidas es de imbéciles, con perdón.
Para empezar, hay que acabar con esa impunidad con la que el fuero deportivo protege muchas actividades delictivas. Agredir a un sujeto en la calle puede llevarle a uno a la cárcel. Dejar intencionadamente inútil a un rival en un campo de fútbol suele zanjarse con una tarjeta roja, como mucho. Ya ven. De la misma manera, declaraciones violentas y amenazadoras que hechas por gente del común acabarían en un juzgado, si las formulan Ruiz Lopera, Del Nido, u otros dirigentes futbolísticos, se consideran un “calentamiento previo” al derbi de turno.
En esto somos de una lenidad suicida. Pese a tanta comisión antiviolencia y tanta dureza de boquilla, seguimos tolerando esos 10.000 ultras deportivos que existen, según la policía, y permitiendo que futbolistas violentos enardezcan a los forofos de su equipo. En el baloncesto profesional norteamericano, en cambio, al jugador agresivo se le cae el pelo, económicamente hablando. Hace dos años, el alero Ron Artest tuvo una trifulca con algunos rivales al lado de la cancha y fue suspendido durante 73 partidos. Por cada uno de ellos dejó de percibir 50.000 dólares.
Si aquí se hiciese lo mismo con nuestros futbolistas, se portarían como alumnas de las ursulinas. Si se multase a los directivos, cerrarían sus bocazas. Y se encarcelase a los hinchas violentos, evitaríamos futuros asesinatos, como aquél de Aitor Zabaleta hace ocho años.
Ya que no en cabeza propia, escarmentemos en la de Italia, a cuenta del carabinero muerto en Cagliari, de la corrupción generalizada en su balompié, de sus 36 heridos semanales en los encuentros y de las medidas radicales empleadas para frenar esa alocada carrera hacia el precipicio. Pero me temo que aquí, una vez olvidado el incidente de Sevilla, nuestro fútbol seguirá excitándonos sin remedio hasta la próxima desgracia.