Mi última columna titulaba “Mierda”, expresaba, con el hígado, con el estómago y con el corazón, la decepción y el desasosiego que todos experimentamos a raíz del escándalo protagonizado por el señor Santos Ramírez en los múltiples hechos irregulares a la cabeza de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos.
Perdón, me parece que me equivoco al decir que todos sentimos lo mismo. Pensándolo bien, pienso que las reacciones fueron disímiles y acordes a la supuesta polaridad reinante en el país. Normalmente, esto debería habernos afectado a todos por igual, dadas las formas, la magnitud y el alcance de los hechos. Pero resulta que no es así.
Para algunos, el escándalo que se ventila en ámbitos judiciales, políticos y mediáticos constituye una decepción prematura acerca de un proceso tremendamente importante y necesario en el desarrollo político y social de nuestro país. Una preocupación honda y sentida sobre la dirección y legitimidad de una causa justa, correcta, necesaria e irreversible, que debería transitar históricamente, por encima de siglas, personas, partidos y liderazgos. Un llamado de atención y un emplazamiento a la reflexión para rectificar un camino que todos deberíamos atesorar, porque sencillamente nos ha costado nuestra historia el haberlo conseguido.
Para otros, la reacción es otra. Para ellos se trata de la dulce y esperada oportunidad de afirmar que nada ha cambiado y que todo sigue siendo igual. En ellos se advierte una sensación de alivio de conciencia y de vicioso consuelo en el mal de muchos, consuelo de tontos. Otra vez me equivoco: de tontos no tienen nada. Astutamente, creen que les ha llovido la oportunidad de establecer que, al final de cuentas, todos vivimos revolcados en su mismo fango; que lo que a ellos se les reprochó en el pasado, al reproducirse hoy, los exime de alguna manera; que lo que se exhibe como nuevo no es tal, y que, por consiguiente, eso los hace menos viejos; que el cambio es un espejismo, y por lo tanto ellos nunca debieron ser cambiados; que la corruptela es equivalente al saqueo sistemático; en fin, que todo es igual y nada es mejor.
Y detrás del regocijo, trasciende nuevamente el tufo racista, que pregona a los cuatro vientos que estos “indios de mierda” no sólo son igual de rateros, sino peores; que los t’aras, en sus complejos y revanchismos, solamente se han hecho de la mamadera para reproducir las prácticas de sus predecesores. Las actitudes de autoreparación y resarcimiento histórico parecen pesar más que la condena a los actos de corrupción. La barbaridad cometida por el enemigo es ahora un perfecto justificativo para atenuar el pasado.
Así de grave es el rollo en que el señor Santos Ramírez ha metido al Gobierno, al MAS y al Presidente de la República. Al parecer, de nada servirá que el acusado ya se encuentre tras las rejas, y que se establezcan y se paguen los costos políticos. A partir de ahora, la sospecha y la duda serán un permanente obstáculo para el discurso y la acción gubernamental. El precio a pagar será tan grande como el pecado cometido.
La credibilidad y la integridad moral han sido probablemente el principal capital político del Gobierno y, en virtud a ello, muchas veces hemos sido comprensivos e indulgentes frente a las falencias de gestión. Ahora que la credibilidad se ha resquebrajado, ya no quedan márgenes para el discurso. Los que no estamos disfrutando del espectáculo, esperamos que este episodio sea un motivo de peso para la urgente rectificación de errores y delitos.
*Ilya Fortún
es comunicador social