La edición digital del diario “El País” publica esta semana un video grabado hace más de dos años en el Metro de Madrid y en la que se aprecia el momento en que un activista ultra le propina una puñalada mortal a un joven militante “anti-sistema” que le había reclamado por la leyenda de su camiseta: Three Stroke.
Pretendían llegar al mismo lugar. El primero, un soldado de 23 años, a una manifestación xenófoba de las Juventudes de Democracia Nacional y el otro, de 16, iba con sus amigos a sabotearla. Un eslabón más de la espiral de violencia que tiene enzarzado al mundo y que pudo tener su origen a mediados de la década de los sesenta en Inglaterra con la aparición de “Los Skinheads”, un contra-movimiento a la tendencia “hippie” y sicodélica que se había gestado en occidente.
Estos se convirtieron en la antítesis de todo lo que se vivía en aquella época. Abrazaban un espíritu rebelde y anárquico que encontró en la violencia la forma perfecta de hacer frente a las normas establecidas por el sistema y que, eventualmente, encontraría en el nacionalsocialismo y el apoyo a la lucha obrera las bases idóneas para justificar su odio y sed de destrucción.
Con la independencia de Jamaica de Inglaterra en 1962 la llegada de inmigrantes provenientes de las Antillas a Gran Bretaña aumentó de manera exacerbada, trayendo consigo una nueva estética y un nuevo estilo musical: El Ska. Que gozó de una calurosa acogida por parte de los británicos y del que nació el fenómeno de los “Rude Boys”.
Después de un tiempo, el Ska fue tomando acordes más fuertes, mientras la tribu urbana de los “Mods”, también obsesionados con la ropa, la música y la violencia, fiel retrato de la naranja mecánica, fue radicalizando sus gustos estéticos y musicales, integrando un elemento importante: El fútbol, otra excusa para dar pie al desfase.
Por otro lado, la incesante inmigración de personas de raza negra, que propiciaban la venta de consumo de drogas y peleas callejeras, germinó una semilla de rencor hacia ellos en los corazones de los jóvenes. Algunos comenzaron a raparse la cabeza para expresar su rechazo a los hippies, por lo que se les empezó a conocer como “skinheads” (cabezas-rapadas). Todas estas manifestaciones provenían de los “mods” que paulatinamente se abrieron paso en la cultura como una tribu a la que la gente estaba empezando a temer.
Con la llegada del punk en los años 70, los cabezas-rapadas proliferaron, ayudados de la crisis petrolera de comienzos de década, donde se manifestaban apoyando a los obreros y trabajadores de clase baja; ahí encontraron el giro político que necesitaban para consolidarse como movimiento, inclinándolos hacia la extrema-derecha. Nacen los skinheads-neonazi, tal y como los conocemos hoy en día.
Con el paso del tiempo, surgieron grupos de la misma índole, sólo que anti-racistas, de extrema izquierda, puristas, femeninos y gays, por nombrar algunos, pero en el fondo todo paraba en lo mismo, violencia por violencia y una irrazonable necesidad de destruir, disfrazada de firmes convicciones hacia alguna ideología.
En apariencia, cualquier conexión entre los “skinheads” y los ciudadanos estándar parece absurda, pero si este movimiento que lleva latente casi medio siglo ha tocado a miles de personas alrededor del mundo, ¿no somos todos “skinheads” en potencia? Claro está que no hace falta ser un cabeza-rapada para sentir odio, pero ¿qué activa ese gatillo en estas personas? Podría ser la soledad, la necesidad de sentirse parte de un grupo, de sentirse temido. Si a eso se le añade un enraizado discurso que profesa una lealtad desbordante hacia la patria y una miedosa necesidad de conservar la raza, pues se obtiene una receta lo suficientemente seductora como para enlistar a unos cuantos en estos grupos.
Sin embargo, si se quita el factor de la obsesión en este discurso, perfectamente se podría estar hablando de cualquier persona que haga parte de un estado, incluso cualquiera que pertenezca a una comunidad. ¿Puede ser que esté instalada en el hombre la necesidad de volver a las raíces y de mantener la armonía de un clan? Si es así, vivimos en la constante probabilidad de caer de bruces en este volátil comportamiento.
Los jóvenes, con las hormonas en punto de ebullición son más fácil presa que los adultos de este movimiento donde el instinto empuja por delante. Pero, ¿qué impide a algunos a dar este paso que otros dan? ¿La moral, la decencia, el miedo, la represión? Es posible y si así fuese, considero, entonces, que estamos más proclives de lo que pensamos a dar rienda suelta a los impulsos más bajos y a la radicalización de nuestras ideas.
La historia ha demostrado que los extremos en estos violentos colectivos, en muchas ocasiones, termina en tragedia y no hace falta poseer una ética inquebrantable para ser consciente de eso, aunque la historia es olvidada con facilidad, y la sensación de caminar por la calle en manada emanando ira, produciendo pánico en la gente, a algunos se les antoja irresistible.
El ruido, el alcohol, la violencia y la música en los “skin” en cualquier otra tribu urbana son los magnéticos ganchos que atrapan a personas cansadas del mundo y deseosas de mandar todo a la mierda, sentimientos comunes en todos los humanos.
Así que no se puede pensar que el sólo hecho de creerse civilizado ya es un escudo impermeable a lo que pasa en las calles, pues es entendible que se rehúya de estos ambientes, pero el aislarse muchas veces solo genera vulnerabilidad. ¿Podría llegar el momento en que todos los humanos nos emancipemos y queramos defender y mantener la preservación de la raza o que acordemos limpiar las ciudades de judíos, inmigrantes, prostitutas y travestis? Seguramente no, pero es una delgada línea la que nos separa de lo que parece una utopía si se trabaja en masa.
Lo que no se puede negar es que esta devoción a la patria, a las banderas, a la idea de que va a venir un nuevo mesías a salvarnos parece apenas una excusa para odiar, para encontrarle salida a una rabia que en ocasiones su procedencia resulta un misterio y a la incapacidad de perdonarnos a nosotros mismos y aceptar las cosas como son.