"Lo que no está en inglés es inédito”, decía un profesor de universidad cuyo nombre ya se llevó el olvido. La frase quedó en la mente gracias a su osadía. Que el inglés arriba y el inglés abajo y el inglés a un lado, está bien. Lo que no lo está es pretender que cuanto se produzca fuera de sus fronteras invisibles carezca de valor porque supone circulación menor. La cotidianidad del mundo, y no precisamente las teorías con olor a tinta fresca, da muestra de sobra de que un mundo donde quepan todos los mundos y sus lenguas es posible aunque no es automático. Las culturas no enmudecen y los puentes no siempre piden visa norteamericana.
Este tipo de (des)encuentros implican caminos pedregosos. La tensión puede ser leída desde el mundo belga, donde el flamenco, el walón y otras lenguas han sabido construirse un universo de convivencia muy interesante (e interesante no quiere decir sin relaciones de fuerza), o desde nuestro contexto boliviano, que ha estrenado texto constitucional pero sigue caminando sobre páginas en blanco que traslucen una larga historia de discriminación y encubrimiento del otro.
Es este nuevo mundo (que no es monopolio del MAS ni del Evo, como no es concesión de ninguna fuerza de oposición), en este momento privilegiado de cambio, que hoy plantea entre sus tareas impostergables comprender pero sobre todo vivir concretamente el desafío de la interculturalidad. La idea es no partir de fundamentalismos y hacer un “copiado-pegado” de reflexiones esencialmente teóricas al respecto. El debate no se cierra mañana y seguramente implicará un largo recorrido de intercambios y aprendizajes en lo académico, en lo político y en la vivencia de todos los días. Entre las certezas tenemos que no podemos seguir el baile bajo un modelo cultural dominante que ceda el paso, conceda una silla en ciertas esferas, a su “otro”. El baile es de todos. ¿Por dónde comenzamos?
Comencemos por las lenguas, a sabiendas de que no es la puerta más inmediata. Su coexistencia en nuestro territorio, bajo una nueva lógica, es una vértebra fundamental en el asunto intercultural. El castellano (y no español) se plantea como un paraguas, cubre pero no acapara. Puede ser entendido como un punto de intersección con la capacidad de unificar sin ningunear a quien habla y siente con una lengua materna otra.
Vamos más allá del texto. Nos espera todavía una ingeniería mucho más dolorosa para avanzar a esa idea de país intercultural. Pasa sin duda por la enredada descolonización. Pasa por aceptar que estamos invitados a asumir un renovado pensamiento en torno a lo mestizo, lo indígena, lo occidental, lo oriental y, en pocas, dejar de hacerle asco a la idea de aprender aymara para trabajar en un banco o en un ministerio.
Se equivocan quienes piensan que esta idea, con disposiciones concretas, de cohabitar en distintas lenguas y sentir cruzando nuestras gramáticas es otra de “las bravuconadas de la dictadura de este Gobierno”. Aceptar abrirse a una lengua “originaria” no es sólo someterse a lo que dice un trozo de papel. No es un gesto de gentileza con sectores marginados históricamente. No es tampoco cerrarse al mundo que parece tener traducción sólo atravesando la lengua del imperio. Abrirse a estas lenguas podría perfectamente ser abrirse y exponerse a formas de mirar la vida misma, podría ser ingresar con otros ojos en un nuevo mundo, sin descubridores ni carabelas.
* Doctora en comunicación
lapinbenavente@hotmail.com