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Réquiem por Julián Lago

Réquiem por Julián Lago

jueves 10 de septiembre de 2009, 08:20h

Los amigos de Julián Lago se han reunido anoche, 9 del 9 del 9, en el Ateneo de Madrid, para dedicarle un afectuoso y solidario recuerdo. Hace pocos días tuvo lugar una misa que reunió a los hijos de sus dos ex esposas, a éstas (que no se hablaron entre si), a los amigos, a los menos amigos e incluso se vio husmear por San Fermín de los Navarros a algún paparazzi a la caza del morbo y a un periodista (¿) que vive de la carnaza de los vivos y de los muertos. Los congregados anoche en el Ateneo de Madrid (eran todos los que estaban, faltaban muchos de los que eran) no iban a morder ni a buscar rentabilidad al acto, sino a solidarizarse con alguien que ejerció apasionadamente el periodismo junto a ellos  y a los que dejó mejor sabor que el que parece ha dejado a tantos y tantos colegas de profesión, para quienes hablar bien de Julián Lago no debe ser políticamente correcto.

No sólo porque lo han etiquetado entre los pioneros de la televisión basura, o porque en los últimos años derivó hacia la participación en tertulias muy ideologizadas (él, que ha sido el periodista más agnóstico y escéptico que he conocido en esta profesión, más distante de las ideologías, y por tanto más libre para expresar su pensamiento), o porque incluso recaló al final de su ejercicio profesional en España en una cadena más que surrealista desde el punto de mira de lo que debe ser un medio informativo, y la más escorada hacia la ultraderecha que existe ahora mismo en el país. ¡Debió de ser la soledad y el cansancio ante tantos papanatas de la información, supuestamente progresistas, que le fueron cerrando las puertas. Y acabó donde menos se podría esperar de él: en la cadena más integrista de todas las existentes.

Julián Lago tuvo errores: profesionales, sentimentales y supuestamente humanos (porque éstos últimos uno no es quién para juzgarlos). Pero este hombre fue un extraordinario periodista, innovó la información política de este país en momentos muy delicados, como fueron los de la transición, fundó (además de otros medios) dos semanarios muy importantes (Tiempo y Tribuna) de los que sobrevive el primero liderando la pobre lista de publicaciones de información política en nuestro país. La empresa propietaria le despidió cuando el periodista quiso entrar en terrenos que todavía permanecen en España vedados al conocimiento público. (Aunque ha dejado un libro póstumo que alguien podrá editar: “100 republicanos y el Rey”).

Lago fue inmisericorde con cualquier poder: militar, mediático, económico, religioso, judicial o social, en la España de los años 80, y hoy día son pocos los que se lo reconocen. Sólo se han quedado en el “error T5” de La Máquina de la Verdad, que aunque fue lamentablemente un programa que abrió las puertas a un sector (no a todos) de la telebasura, fue una maravilla de humor y distanciamiento, de periodismo vivo (por rosa que fuera) y hasta habría que añadir de dignidad y respeto si se compara con los infames programas que llevan ensuciando la pequeña pantalla estos diez últimos años, sea desde Antena 3 o desde la cadena creada por Berlusconi. Muchos sólo se han quedado con estos 42 programas, de todas las numerosas e imperecederas muestras en las que este “sabueso” de la información demostró poseer un prodigioso olfato periodístico.

Los que vinieron detrás de Lago en aquel “famoso” y denostado programa (Pepe Navarro, Javier Sardá, Ana Rosa Quintana, y otros y otras de menos rancio abolengo), deberían aprender del periodista vallisoletano, inventor de la memorable frase “No me responda ahora; hágalo después de la publicidad” para acabar de contarnos ciertas verdades sobre aquellos famosos participantes de la farándula, fueran la aún no baronesa Thyssen, Espartaco Santoni, Alejandro Lecquio, Juan Guerra, Antonia Dell´Ate, Carmen Sevilla o Marujita Diaz…. Algunas de las vacas sagradas de la telebasura de hoy parecieran estar más vendidas a la publicidad que a la verdad, por lo que los “tele- moralistas” de pacotilla que nos invaden deberían guardar silencio a la hora de juzgar aquel famoso programa del “polígrafo”, y que hoy tantos han copiado sin pudor alguno.

Julián fracasó en su vida sentimental, (¿qué es el fracaso?, ¿qué es el éxito?) aunque, paradójicamente, defendía con pasión en IntereconomíaTV la familia tradicional. Su último libro (Un hombre solo. Casi unas memorias. Styria 2008), que puede desaparecer de las librerías por algún contencioso económico, pone en evidencia esta patética soledad. Hay quien le ha calificado de mujeriego para justificar su fracaso afectivo y laboral. Si ser mujeriego fuera un delito, el 80 por ciento de los españoles fielmente casados deberían estar en la cárcel.

Delito es lanzar infamias como las están lanzando ciertos “supuestos” periodistas del corazón, que tienen la desvergüenza de aparecer por las iglesias donde se celebran los funerales por el famoso periodista, y que se permiten el cinismo de crear bulos –por improbados- insinuando un posible homicidio, un último amor de prostituta, o unas suculentas herencias, con el evidente fin de mantener las audiencias de los programas de los jueves, viernes y sábados las noches de vino y rosas de las dos cadenas líderes de la telebasura; burdas elucubraciones que no respetan ni el amor, ni la vida, ni la muerte de un hombre que ha dejado tres jóvenes hijos. Un hombre “solo”, que ni siquiera tuvo el dudoso privilegio de que una embajada, unos millonarios o algunos de los que querían presentarse como amigos le trajeran a España tras el accidente, y que padeció una agonía de tres meses, falleciendo al final, como un perro perdido sin collar, en el lejano Paraguay.

“En España los imbéciles sobreviven siempre, por eso Julián Lago se ha muerto pronto y lejos de su país”, dijo anoche Víctor Márquez Reviriego. “La nuestra es una profesión cainita”, sentenció Jaime Peñafiel. “Julián fue un hombre arriesgado, valiente, y bueno”, así cerró el homenaje David Arranz. Me adhiero a las tres sentencias. Es mi réquiem por este “payaso”, como él mismo se calificaba emulando a Heinrich Böll.

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