Las últimas masacres de Marruecos y Argelia evidencian que Irak no es la causa de la violencia islamista, sino que supone su mejor coartada.
Ni el régimen de Bouteflika ni el de Mohamed VI están sometidos a ocupación militar extranjera ni las matanzas de sus ciudadanos son de ahora. La generalizada brutalidad asesina de comienzos del los 90 en Argel es muy anterior al derrocamiento de Sadam. También, por cierto, el atentado contra las Torres Gemelas precedió al ataque a Irak.
Para el radicalismo islámico, el régimen de Rabat sería revisionista, en el sentido revolucionario del término, debido a la fe tibia de la dinastía alauí, al nacionalismo descafeinado de su Gobierno y a su afán por imitar a Occidente. De Argelia, no digamos: con el histórico régimen laico del FLN, su militarismo antirreligioso y cierto progresismo en algunas pautas de conducta social.
Mientras las leyes civiles no se sometan a la interpretación más extrema del Corán, cosa que no sucede en un Magreb donde, en Túnez, llega a aceptarse el divorcio, no hay nación islámica que valga, a diferencia de lo que ocurre en el Irán de Ahmedineyad o sucedía en el añorado Afganistán de los talibanes.
O sea, que para el creciente extremismo audaz y yihadista —practicante de la guerra santa— se trata de instaurar por la brava el reino de Alá en este mundo, desde Afganistán hasta Al-Andalus —es decir, España—, pasando por Chechenia. No pretende, pues, redimir de la miseria, la postración y el analfabetismo a las masas populares de esos países, sino someterlas a una estricta y cruel ley divina. Mientras tanto, como recuerda esta semana Yusuf Fernández, el portavoz de la Junta Islámica en España, quienes más sufren este terrorismo fanático son, paradójicamente, los musulmanes.
Todos los muertos en el atentado del jueves al Parlamento de Teherán eran nativos. Y casi todos las decenas de miles de víctimas tras la ocupación de Irak han sido civiles asesinados por el terrorismo islamista. Por eso, tras la previsible marcha de los norteamericanos la violencia no cederá sino que puede alcanzar un paroxismo devastador. No nos engañemos, tampoco, al creer que el conflicto palestino sea la causa del problema. Los últimos que desean una Palestina próspera y en paz, democrática y libre, son esos fanáticos que usan su tragedia como justificación de todos sus desmanes y que harán lo imposible para mantener al pueblo palestino en la miseria.
Nosotros aún andamos reprochándonos unos a otros lo ocurrido el 11-M con alicortos fines partidistas mientras estamos en el punto de mira del extremismo islamista. Una cosa es acabar con el terrorismo de ETA, que sí, y otra tan importante como ella, es la de prevenir el nuevo terrorismo de inspiración teocrática. Pero nosotros, al parecer, preferimos discutir como siempre si se trata de galgos o podencos.