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Del Marañón a las Barranquillas

domingo 27 de septiembre de 2009, 14:34h
Lo que no sale en los medios de comunicación parece que no existe, dicen algunos inconscientes, sabedores de que no existe para los demás, pero sí para los que lo gozan o lo sufren. Hace unos días, tuve la mala suerte de necesitar acudir al servicio de urgencias de un Centro de Salud, que me envió rápidamente al Hospital Gregorio Marañón, donde llegué de madrugada para poner mi ojo en manos de entendidos. Un golpe contundente llenó de sangre mi cámara de visión y me hizo temer lo peor. En el recorrido hasta el citado hospital, además del dolor por el golpe y la angustia de conocer el alcance de la lesión, me preocupaba el trato que recibiría y el tiempo que podría permanecer a la espera de ser atendido. Lo que sentí nada más traspasar la puerta de Urgencias me hizo rebajar mi nivel de agobio.

Todo correcto, gente educada y preparada para tratar enfermos me atendió y me puso en manos del oftalmólogo de guardia. No me dio tiempo a pensar en el derrame que se me había preparado en el ojo cuando una residente, la doctora Cristina Míguez, apareció. Todo tipo de pruebas y mucho cariño de una mujer joven que, además de saber de lo suyo, los ojos, aprecia lo de los demás, lo que puede sentir el paciente herido. Todavía no sabía cómo estaba la retina y demás zonas sensibles del orificio dañado  y ya había dejado los miedos en la antesala del lugar donde fui atendido. Cuando supe que todo había sido un golpe afortunado porque los daños eran pequeños aunque visiblemente escandalosos, no me quería ir, quería notar por última vez el buen trato recibido hasta ese momento. Me ordenó llenar de lágrimas artificiales el ojo malo diariamente y colocar una pomada en su interior antes de dormir y, tras pensarlo dos segundos, solicité que me  pusiese la crema grasienta ella misma. Igual que recomiendo a los demás lo que me va bien, como los buenos bares, mejores restaurantes e insustituibles tugurios en los que pasar las noches golfas,  por qué excluir al Servicio de Oftalmología del Marañón, no sólo por la sensibilidad y buen saber de Cristina  Míguez, sino porque días después se repitió la operación. En este caso, la doctora Azucena Baeza ratificó que el ojo descolorido mira como siempre, con ganas de ver y conocer, y se mostró encantada de que loase a la residente cariñosa y buena profesional.
Horas después, me tocó recorrer un lugar desconocido para muchos, incluidos los que nos gobiernan, pero conocido para los que transitan por lo que hace años fue un gran supermercado de la droga, entre chabolas, mierda, podredumbre y miseria: Las Barraquillas. Allí esta uno de los  depósitos de vehículos del Ayuntamiento de Madrid, entre yonquis -muchos menos que cuando ese poblado era la gran preocupación de muchos-, basura y nada más.

Acudí a recoger un vehículo amigo que había ardido por estar junto a un contenedor municipal lleno de papel que había sido quemado de madrugada. Al entrar por la puerta, olí y sentí que los seguratas de la compañía contratada por el Ayuntamiento de la capital para vigilar tan indecente lugar -rodeado de imágenes indecentes y deslumbrantes por la basura que relucía, incluso en la noche-, reciben al que llega con precaución y miedo a que sea un manguta amigo del dueño de algún coche retenido allí por  alguna causa judicial.
Me sentí preso en un espacio público vigilado por gorilas hambrientos de ciudadanos temerosos. Las Barranquillas existe y alimenta las ansias de muchos camellos que siguen en la zona degradando la salud de los drogodependientes y el entorno, además de forrándose con las ganancias.
Y los que mandan,  ¿no ven lo mismo que los demás?, ¿o creen que porque se anunciase hace años su desaparición su existencia es lo de menos? Cuando acabó ese día, me metí en la cama gozoso de la atención recibida en el Gregorio Marañón y dolorido porque Las Barranquillas, que está en Madrid, sigue en su sitió.
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