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Los opinólogos

Los opinólogos

domingo 22 de abril de 2007, 18:14h
Los líos conyugales de la vedette Marlene Olivari con su ex marido y manager, Roberto Dueñas, se han convertido en un suceso que acapara comentarios, conjeturas, seguimientos y revelaciones. Los abundantes programas de farándula de la televisión están dedicados principalmente a ellos. Sólo queda espacio para los noticiarios (que copan su agenda con el deporte) y las teleseries. Los rostros de esos personajes son portadas en colores al menos en dos tabloides diarios, se sugiere que el divorcio es únicamente un “tongo” publicitario, que es falsa la depresión de Dueñas y que el llanto público de la bella Marlene es una mala obra de teatro.

Hay reporteros y papparazzis que les siguen los pasos donde quiera que vayan. Todos ellos hacen nuevos descubrimientos  y proporcionan material a los “opinólogos”, una nueva fauna que se ha institucionalizado en el periodismo televisivo.

Esos opinólogos no tienen idea de nada que no sean los rumores de divorcio, las intimidades amorosas, las conductas indecorosas en discotecas o bares, los contratos millonarios de las estrellas del fútbol, los secretos puertas adentro de nombres conocidos. Comentan esos y otros hechos mínimos como si se tratara de la guerra en Irak, el calentamiento global de la tierra o los aportes a la ciencia de un Premio Nobel de Física.

Algunos toman partido a favor o en contra de las figuras en cartelera. Les descubren cualidades o defectos que no están en conocimiento de la mayoría. Se producen discusiones agrias y ofensas insoportables entre ellos. Los puntos de vista de Raquel Argandoña no son los mismos de la gorda y boca suelta Patricia Maldonado. Agregan siempre lo propio el irónico Felipe Camiroaga o la indiscreta y desafiante Pamela Díaz.

Un programa estelar de Chilevisión llamado “Primer Plano” -montado en sets con grandes lámparas de cristal y animadoras enjoyadas y de trajes relucientes- ofrece reportajes exclusivos y con la presencia de los afectados por los rumores. Se trata de aclarar si un bailarín es gay o no, o si una agraciada figurita se dedicó alguna vez a la prostitución. Se despliega la tragedia de la muerte accidental de una perra llamada “Cosita”, que provocó una gran depresión psicológica a una ex animadora que, a su vez, le dispara con ventilador a sus detractores.

Los opinólogos han convertido en profesión la chismología de las señoras insidiosas de los antiguos conventillos o de los edificios de departamentos donde jamás falta alguna que lo sabe todo y está ansiosa de compartir sus secretos. Siempre esas damas aseguran que no se meten en la vida privada de nadie, aunque la verdad es que sin ese condimento sus confidencias no tendrían el menor interés. La diferencia es que esas señoras se dedican a sus labores domésticas y que son cazadoras de las “copuchas” en sus horas desocupadas. En cambio, los opinólogos están profesionalmente dedicados a la chismografía. Les pagan por eso y algunos hasta tienen título universitario de periodistas.

Se dice que la profesión de opinólogos faranduleros también existe en otros países. Que es una importación como tantas otras. Tal evidencia no disculpa su presencia institucionalizada en la televisión nacional. Los principales canales aparecen bajo el patrocinio del Estado o de una tradicional Universidad Católica; los otros son propiedad de empresarios, uno de ellos muy católico y muy conservador, y otro que centra todos sus afanes en aspirar a la Presidencia de la República.

La competencia por el rating y la consiguiente cartera de avisos aconseja desprenderse de todo escrúpulo y acudir a lo que tenga consumidores. No importa ofrecer basura, si eso vende. Es más: los canales crean una especie de necesidad de la basura. Está claro que la televisión debe entretener y no puede ser una aburrida sala de clases, pero eso no equivale a rebajar sus programas a niveles ínfimos. A convertir a los opinantes en espías de alcobas, a llenar los espacios de vulgaridades y con gente de poco seso.

Con ojos objetivos y sin tremendismo ni moralismo, los programas de la televisión abierta se hunden en la alienación barata, en la frivolidad estúpida y en el parloteo de las comadres ociosas. Un triste destino para los opinólogos y también para los telespectadores.
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