Me encuentro al mediodía con una amiga, en un acto social. Su marido, catedrático, no está porque tiene clases a esa hora. Nos intercambiamos información sobre el estado de las respectivas familias, y me dice que los dos hijos, que fueron buenos estudiantes, licenciados, y que se habían marchado del nido, han vuelto a casa. Lo han hecho obligados por las circunstancias: se han quedado sin trabajo. Es un caso cercano, que conozco, pero no es raro.
Casi cuatro de cada diez muchachos de entre 21 y 32 años que se independizaron de sus padres están de regreso al hogar, no por nostalgia, sino porque no pueden pagar el alquiler compartido al carecer de recursos. Como
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siempre, la familia es el crisol de la solidaridad continuada, la resistente caldera que impide que esto acumule los gases de la frustración y se produzca un estallido.
Esta vuelta a casa no es la de
Ulises, que regresa después de quedar victorioso en la guerra de
Troya, y luego de salir airoso de una docena de apasionantes aventuras, sino un paso atrás, la renuncia a la independencia, la derrota que supone admitir el fracaso en hombres y mujeres que han renunciado a muchas horas de asueto para tener un buen expediente académico, puede que para satisfacer una vocación que ven imposible de realizar y, lo que es peor, volver a la humillación de pedir dinero a los padres para ir a tomar una caña u olvidarse de su situación durante hora y media en un cine.
Les vendimos que el esfuerzo tenía recompensa y que la renuncia de hoy era el escalón para el premio de mañana. Y ha llegado el mañana y están recogiendo el equipo de música y los libros, desenchufando el ordenador y dando un abrazo al compañero o a la compañera de apartamento para llamar un taxi de vuelta a casa. Una vuelta sin gloria que no se merecen.