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Toros? depende

Toros? depende

jueves 04 de marzo de 2010, 04:01h

Por principios, estoy en contra de las corridas de toros, y vaya ahí una declaración de intenciones que no debe ser incompatible con sus matices. Porque las máximas suelen ser un obstáculo al debate -que nunca conviene que sea de béisbol- intelectual, sobretodo si sus tesis se aplican como dogmas. Y he ahí la clave.

Si he de ser sincero -y tal que el ‘alcalde’ Pepe Isbert en ‘Bienvenido mister Marshall’-, la explicación que os debo os la voy a dar: mi percepción histórica del entorno de la cuestión siempre fue la falaz que machihembraba la denominada fiesta con tercermundismo. Y así sin moverme. Hasta hace ya un puñado de años, en que mi percepción amplió miras. Un conocido me explicó la filosofía del toreo: “Es una obra de arte que, a diferencia de la concepción habitual de la obra artística que contemplamos en su resolución, se manifiesta en sus fases”, me dijo. No me convenció el argumento, dado, sobretodo, que ya hacía tiempo que había asistido a mi primera -y única- corrida de toros, y, encima, me había parecido una majadería aburrida en la cual un tipo disfrazado iba moviendo, sistemáticamente, una capa arriba y abajo. Al margen, y ahora vuelvo a mi primer posicionamiento, de seguir pareciéndome una salvajada. Y, al parecer, aquella no era una mala corrida si nos atenemos a las reacciones de los supuestamente más taurófilos de La Monumental -los acomodadores- absolutamente complacidos con el espectáculo.

Pero la reflexión no obsta para que deba reconocer una cierta fascinación por el entorno parataurino. De entrada, me satisface profundamente que los últimos debates sobre la tauromaquia hayan contribuido a enterrar la identificación del tema con el termómetro nacionalista. El debate taurino no nace hoy, pero sí que su última deriva ha permitido aclarar ciertos conceptos. Es, en los últimos tiempos, cuando se disocia tauromaquia y nacionalismo catalán: antes este último aspecto se utilizaba como ariete falso para la argumentación; ahora, por primera vez, se ha evidenciado que la hipotética salvajada no tiene nada que ver con connotaciones geográficas. Y así ha sido hogaño cuando, por primera vez, la mayoría de defensores y detractores de la causa han desvinculado el tema de las falsas adscripciones para llevarlo a otros supuestos. Aunque siga existiendo una minoría del “erre que erre” identitario, sea del lado que sea, que no entiende que el tema no va por estos derroteros. Y aquí, por cierto, hay que acusar, otra vez de politiqueo, a quienes atacando la tauromaquia hallan excusas para los ‘correbous’.

Pero volvamos al tema.. Decía que me fascina el entorno parataurino. Efectivamente, la poética de Lorca, los relatos de Hemingway, la mitología del torero desnudo y furtivo bajo la luz de la luna -ojo!, en mi caso, mejor toreras puestos en la tesitura: que nadie piense mal- o los relatos radiofónicos de Matías Prats (padre) y las crónicas de los especialistas en los periódicos, con ese don del castellano casi antiguo, retórico y tal vez ‘démodé’, pero arcaicamente bello con el que, como atacados por un virus gremialista, se expresan la mayoría de crónicos taurinos en los diarios. Por no hablar de la mitología que envuelve esas plazas de Barcelona de los años cincuenta, de Mario Cabré y sus historias holandesas errantes con Ava Gardner (y un Frank Sinatra a la greña): cuidado, no serían un ejemplo de proximidad al catalanismo, puesto que se emparentaban más con la cultura que al franquismo le era propicia. Pero, aún así, paradójicamente son historia (épica y, curiosamente, cosmopolita) de Cataluña.

Y todo esto por no hablar del polémico toro de Osborne: ícono simplemente publicitario, indiferente a los asesinatos del general Franco, por mucho que algunos quiera asociarlo al gran dictador y obviar que fue historia visual de nuestras carreteras. Puro arte, en definitiva, por su susceptibilidad de generar emociones, sensaciones y, aún más, recuerdos. En cualquier caso, para discutir al ícono preguntémonos antes qué es arte.

Bien, pues expuesta esta declaración de principios, todavía me queda un último aspecto de reflexión antes de difundir mi tesis. Lo siento: qué mal que lo hacen tanto los defensores como los detractores del toreo: los primeros, firmando un manifiesto simple, demagogo y rancio sobre cómo se debe administrar la libertad; los segundos, utilizando la consigna contra la razón en su uso de la demagogia para calificar de asesinos a quienes nunca se habían planteado que pudieran serlo... Y no lo son.

Y, llegados a esta tesitura, cabe exponer las conclusiones (para este viaje, no se necesitaban tantas alforjas dirá, con razón, algún lector). Dejémonos de ‘collonades’, como diría Josep Pla, y olvidemos la metafísica del significado psicológico del supuesto regodeo con el espectáculo de la tortura. Pienso que el fin del debate llega con la resolución de una cuestión aún no apuntada en este artículo pero, posiblemente, definitiva. ¿Sufre más el toro en el matadero que en la plaza -como sostienen algunas voces- o no -como argumentan otras-?. Si la respuesta correcta es la primera, adelante con las corridas; si es la segunda, acabemos con ellas. Así de fácil.

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