Cuando se creó el euro los españoles pensamos que ingresar en la nueva zona monetaria era un objetivo deseable para la estabilidad y el prestigio de nuestra economía. Se consiguió el objetivo, no sin sacrificios, por un gobierno que supo servir al interés nacional. Entramos en la eurozona, área de una moneda fuerte que si bien no podía rivalizar con el dólar, porque no tenía detrás la fuerza de una potencia con su tesoro, su ejército y sus instituciones unitarias, sino un acuerdo internacional en proceso de integración pero que se asentaba en el Continente de mayor prestigio cultural y comercial del planeta.
Nuestra estancia en la eurozona fue beneficiosa hasta que la moneda tuvo que pasar la prueba de fuego de una crisis financiera que hizo necesario analizar la situación de las distintas economías nacionales asociadas. El euro necesitó un tratamiento médico y los españoles nos encontramos, algunos con sorpresa, con que estábamos en la zona infecciosa. Entre la primera mitad prometedora de una década prodigiosa y su segunda parte, en que nos encontramos, se
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había desarrollado un cambio peligroso en el rumbo económico de España que no era atribuible exclusivamente a la fiebre que afectaba al conjunto sino que nos había convertido en uno de sus focos contaminantes de la enfermedad. Los síntomas no dejaban lugar a dudas, especialmente el más grave: un índice de paro mucho mayor que el de los otros socios de la zona.
Dentro de la eurozona nos habíamos convertido en una eurozeta bajo el gobierno de
Zapatero. No es difícil señalar las causas y su fuerte dependencia ideológica. Una política energética absurda de renuncia al desarrollo y renovación de las centrales nucleares, encareciendo el consumo tanto doméstico como industrial y desviando fondos a la importación de electricidad del exterior o a la dependencia de combustibles fósiles con precios en ascenso. Una renuncia a cualquier rediseño de una despilfarradora política autonómica para mantener la asistencia electoral de las voracidades territoriales. Una renuncia a toda reforma del mercado laboral para mantener adormecidos a unos sindicatos solo preocupados por los convenios colectivos de la decreciente población aún empleada. Una renuncia a las reformas fiscales que pudieran potenciar la competitividad de las empresas en beneficio de una demagogia populista antipatronal. Todos estos factores, más los planes superfluos y las subvenciones generosas, nos han llevado al rincón infectado de la eurozona: a la eurozeta como fruto de un zapaterismo sin crédito.