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Carlos Monsiváis

Carlos Monsiváis

miércoles 23 de junio de 2010, 20:20h
De esperanzas también se vive. Una de las más ilusorias pero más entrañables era hasta el sábado pasado que Carlos Monsiváis había corrido para siempre a la Catrina, a la muerte. ¿Cómo iba a atreverse "la huesuda", me consolaba, cada vez que el nombre de un amigo se volvía recuerdo, a enfrentarse con la ironía hecha hombre de carne y hueso? ¿Cómo podía morir el hombre que había podido cumplir el sueño borgiano de ser al mismo tiempo todos los hombres y con el que se podía además platicar del universo en su casa de San Simón, en la Colonia Portales? De la historia del cine mexicano a la literatura estadounidense contemporánea, de los rituales del caos del México de los siglos XX y XXI al Panteón Nacional de la Revolución, de la memoria de los holocaustos locales como la matanza de Tlatelolco al apocalipsis cotidiano de la megaurbe, nada podía escapar a Monsiváis.

Nada de erudición. Eso sería una afrenta. Monsiváis es la ocasión para que la historia, el presente y hasta el futuro de las sensibilidades culturales tomen la palabra. Quizá por ello Elena Poniatowska reclamaba el domingo, en Bellas Artes: "Montsi, ¿qué va a hacer México sin ti?".

Carlos Monsiváis perteneció cronológicamente a la misma generación que José Emilio Pacheco y Sergio Pitol. Pero no se le encuentra ni se puede dar cuenta de su obra siguiendo los procedimientos de los manuales de uso, entiéndase la enumeración de sus obras, sus coordenadas de nacimiento y, ahora, de muerte, su presencia ubicua, su pertenencia a grupos, movimientos, generaciones literarias, capillas. En su caso, ser el último gran cronista de la ciudad de México y el ensayista de los nuevos tiempos asumiendo a la vez la tradición de Salvador Novo y de José Vasconcelos, solo fue posible porque pudo ser móvil en el elemento móvil, el vigía permanente del sube y baja de las sensibilidades urbanas, el testigo privilegiado del momento en que el Apocalipsis se convierte en happening.

Para ese Monsiváis inclasificable, nada mejor que las palabras de admiración pero también de advertencia de Adolfo Castañón, en la revista Vuelta de Octavio Paz en el año 1990, cuando el autor de Amor perdido era ya el referente de la cultura nacional y latinoamericana: "Así aparece y desaparece el maestro de ceremonias de la gran comedia nacional, el sacerdote de los cultos bajos, serviles y saturnales.
…Por esta razón, es también el único que llora cuando los demás ríen, uno de los pocos que sabe en cuántas piezas se ha roto la patria, uno de los pocos que conoce el dolor de México. A esa amargura, se añade la tragedia de todos los grandes viajeros que han perdido el origen; como si la ciudad hubiese celebrado con él un pacto fáustico y le hubiese revelado todos sus secretos a condición de que él renunciara a su casa. Quien acepta semejante sacrificio cree que es posible romper el aislamiento, crear un mercado común de ideas y sentimientos, restituir a la historia una dignidad no corrompida por el conformismo".

Por ese pacto fáustico que celebró, creímos alguna vez que era invulnerable a los avatares de la singularidad.


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