jueves 08 de julio de 2010, 21:47h
A veces los hombres somos injustos con los animales. Hemos visto hace unos días una campaña a favor de los perros abandonados por sus dueños en las carreteras; y nos parece bien. Pero no sólo con una campaña, que denuncia una situación lamentable, se despierta la conciencia de quienes son capaces de cometer esas tropelías. Es un problema de conciencia, de cultura y de sensibilidad.
Las mujeres son las que suelen ser más injustas con los perros y con los hijos, cuando se da el caso de repartir una herencia entre unos y otros. Una señora, de cuyo nombre podría acordarme pero no lo haré para que no la pongan de chupa de dómine o de ajo perejil, con casa en Beberly Hill, estaba dictando su testamento e hizo lo que paso a contarles: Se percató de que tenía cuatro herederos: tres perros y un hijo. Como disponía de cuatro millones de dólares, le pareció justo dejar un millón para cada uno. Un millón para cada perro y un millón para el hijo. (Igualdad sin ministerio).
El hijo está consternado. De los perros no se sabe cómo están de contritos. La estúpida señora, que santa gloria halle, ha dejado tres millones para los perros con la condición de que sigan teniendo buena alimentación, sean llevados a instituciones caninas de belleza, lleven collares de marca y sean paseados en coches de lujo. Lo que se supone que hacía ella con los perritos pero no con el hijo, que no vive con ella, ni siquiera en el mismo estado. La distancia es el olvido.
No se puede calificar de extravagancia el testamento de tan majadera señora, pues es un caso de desmedida consideración. Es un caso de idiotez senil (aunque no tanto, ya que la señora murió a los 67 años).
Tuve un amigo que tenía ciertas extravagancias propias de artista. Él lo era y de los mejores en su especialidad. Fue un amigo que heredé de mi padre. Murió a los 102 años en los Estados Unidos, era natural de Peñaranda de Bracamonte (Salamanca), se llamaba Wences Moreno, y fue el mejor ventrílocuo del mundo, conocido como “Señor Wences”. En cierta ocasión una conocida marca de coches mandó hacer seis ejemplares personalizados para hacerse publicidad y regalárselos a Frank Sinatra, Dean Martin, Ed Sullivan, aquél negrito escuchimizado y bizco que cantaba y bailaba muy bien, de cuyo nombre ahora no me acuerdo, otro coche fue para Danny Kay y el sexto para Wences Moreno.
Daba gloria ver a Wences cuando venía en septiembre a Salamanca a la ferias, bajarse del coche ante la puerta del desaparecido Gran Hotel con una pala matamoscas en la mano. Era el mayor odiador de moscas del mundo. Cuando veía una, se iba detrás de ellas hasta que la aplastaba con la pala. Una manía, seguramente justificada. Lo que hizo Wences con su “haiga” fue regalárselo a las monjas de un convento salmantino como limosna después de usarlo unos años. Ni que decir tiene que las monjas dieron buena cuenta del cochazo vendiéndolo ventajosamente a un coleccionista. Esa es una extravagancia maja.
José Delfín Val. Periodista y escritor.