Vivimos en tiempos de paradoja. Los sindicatos han convocado una huelga general contra la reforma laboral decretada por el Gobierno, pero la réplica a esta decisión -y de paso a su función como defensores de los derechos de los trabajadores y a su misma existencia como sindicatos- no les alcanza desde las baterías mediáticas zapateristas.
No. El fuego graneado parte desde las trincheras conservadoras o neoliberales que les pasan ahora factura por la política de apaños que mantenían las direcciones actuales de los sindicatos -señaladamente la de UGT- con el Gobierno. Es evidente que de aquella deriva se desprende parte del descrédito actual de los sindicatos entre muchos trabajadores que no comprendían el silencio de
Méndez y
Toxo ante la crisis y el crecimiento geométrico del número de parados. Por eso recibieron un toque de
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atención cuando convocaron al paro a los funcionarios y se quedaron poco menos que solos. Por otra parte, en las comunidades donde gobierna el PP es evidente que actúan como refuerzo político del PSOE. El caso de Madrid es revelador: allí donde
Esperanza Aguirre inaugura algo, allí que la aguarda el oportuno piquete de sindicalistas... liberados. Aguirre tiene, pues, muy fresca la memoria de todo lo que concierne a ese mundo y quizá por eso quiere saber cuántos sindicalistas viven a costa del erario. Saberlo, con intenciones jívaras. Desde luego, esa cifra no debería ser un secreto porque, en definitiva, el sueldo de los liberados sale de los impuestos que pagamos los contribuyentes.
En esta comedia todos tienen sus papeles y razones. Los errores de las direcciones sindicales están a la vista, pero, sentado eso, hay que añadir que los sindicatos son necesarios. Sin ellos actuando como contrapeso en las relaciones laborales volveríamos a los tiempos de
Dickens. ¡Ojo, pues, con la dosis de palo! No vaya a ser que al quietar al tapón, con el agua sucia, se vaya, también, el niño por el sumidero de la bañera.
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