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Partidos y personas

Partidos y personas

martes 21 de septiembre de 2010, 11:15h

Cuando las elecciones se celebran de verdad y no en las simulaciones que nos presenta el Centro de Investigaciones Sociológicas los votantes no piensan solo en la etiqueta de los partidos sino en la confianza que les inspira los candidatos. Se trate del presidente del gobierno o de un alcalde de pueblo, al final, el voto se personaliza y, en consecuencia, de nada vale separar en las encuestas –como es costumbre- a quienes votarían popular o socialista de cómo valoran a Zapatero o a Rajoy, porque los resultados proceden del conjunto: partido y candidato. No sabemos si la destituida directora del CIS hacía con esta separación daño o favor al socialismo. 

    Los partidos, sin embargo, parecen dominados por el criterio de sus burocracias, formadas por personas con pocas ocupaciones, que una vez que se han hecho dueños, en oscura labor de zapa, del aparato interno, se consideran con derecho exclusivo a utilizar dicho aparato en beneficio propio y para cerrar el paso a toda estimación del prestigio político de posibles candidatos que estén fuera del núcleo íntimo de los “aparachiks”.

En estos días estamos viendo cómo personalidades de mayor nombre para los votantes y más experiencia de gobierno tropiezan con el muro edificado en el seno de cada partido por los dirigentes ejecutivos que se han olvidado de que su deber, como tales dirigentes, es buscar a los candidatos de mejor imagen ante los votantes y no proponerse a sí mismos. Casos como el de Álvarez Cascos en Asturias, Trinidad Jiménez en Madrid o Antonio Asunción en Valencia, son ejemplos que se reproducen en todos los niveles. El dirigente actual  -dejando al margen sus mejores o peores cualidades- sentado en su sillón que considera silla gestatoria, está dispuesto a autoproclamarse candidato sobre las espaldas de sus compromisarios y a considerar “paracaidistas” a toda otra persona que tenga la osadía de hacer valer su peso político más allá de las oficinas partidarias. En algún caso, desde las alturas, se trata, con más o menos acierto, de mediar en el guiso partitocrático, provocando la ira de quienes se consideran amos indiscutibles del cotarro. 

    Lo curioso es que desde esas alturas, desde la que a veces se trata de mejorar la propuesta, tampoco se aplican la lección a sí mismos. Siguen especulando como si los candidatos oficializados fuesen la mejor receta posible sin calcular, ni en hipótesis, cuáles tendrían mejor aceptación entre los votantes. Los partidos parecen renunciar a la más elemental de las estrategias: presentar los mejores candidatos posibles libres de la pesadumbre de sus fracasos y del desgaste de sus aburridos discursos repetitivos. Creen que las siglas partidistas son infalibles y las personas indiferentes sin tener en cuenta que cualquier cambio de una de las partes puede derrumbar el castillo de naipes construido por los currantes de la casa sin tener en cuenta que son los votantes de la calle quienes tienen la última palabra.

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