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Los monseñores y el samaritano

Los monseñores y el samaritano

martes 28 de junio de 2011, 09:27h
 A la Conferencia Episcopal Española no le gusta la actual redacción de la “Ley de Muerte Digna”, y promueve que no sea obedecida. Opinan los obispos que el procurar una muerte digna a los pacientes terminales puede abrir las puertas a la práctica de la eutanasia y a violar el derecho a la vida. El asunto es complejo y, para hablar de él, hay que introducir muchos matices. Pero da la impresión de que la Conferencia Episcopal, a través de su portavoz, monseñor Martínez Camino, se instala con cierta precipitación en los territorios de la sospecha, y no valora adecuadamente ese valor humanitario y misericordioso que consiste en procurar un adiós a la vida que respete y proteja la dignidad de los seres humanos. Es cierto, también en los ámbitos psicológicos o espirituales, que lo que sana también puede matar, y que hay muchas gamas de color entre el blanco y el negro. Pero, en principio, habría que darles un margen de confianza a los legisladores que, haciendo abstracción de los credos religiosos de cada cual, promueven impedir sufrimientos innecesarios en el último trance. Y, si acaso, las decisiones concretas en cada caso deberían tomarlas el propio paciente, sus familiares o los profesionales de la sanidad, sin que sea necesario el concurso de los reverendísimos señores de la Conferencia Episcopal, aunque nadie les pueda negar su libertad de expresión o su derecho al pataleo.     Y decimos todo esto sin la más mínima acritud y con todo el respeto del mundo para quienes vean las cosas de otra manera, y consideren que su sufrimiento en la agonía es una ofrenda a sus creencias y a la coherencia de su fe. Tienen todo el derecho a pensar así. Pero los obispos pintan muy poco en sus proclamas, porque una cosa es creer en Dios y otra muy distinta aliviar, como en la parábola del Buen Samaritano, sufrimientos innecesarios o torturas terapéuticas incapaces de devolver la salud al enfermo terminal.      Y hablamos de otro asunto, también de hondo calado social, como es la situación laboral de las empleadas de hogar, de las profesionales del servicio doméstico, hoy tan frágiles y tan débiles y tan indefensas y tan discriminadas con respecto a la legislación. Ayer el Gobierno, por fin, ha dado un paso adelante proponiendo que les sean reconocidos a esas trabajadoras (en su inmensa mayoría son mujeres) sus derechos, lo mismo que a cualquier otra persona que se gana la vida en su oficio o en su tarea. El asunto también es complejo, pero al menos  hay que reconocerle al Gobierno que está abordando un problema real, y no tantos asuntos artificiales o “inventados” como los que últimamente se plantean de espaldas a la realidad. Cientos de miles de mujeres sin derechos laborales son un reto para una sociedad justa, un desafío real, y no las tonterías de debatir si se pone antes el apellido de mamá o el de papá.
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