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Sabiduría agosteña (1)

jueves 16 de agosto de 2007, 11:46h



El cronista viajero, con cara de haberse salvado de un destino peor que la muerte, sienta sus reales en la muy cervantina e ilustrada ciudad de Alcalá de Henares, situada a 31 kilómetros de Madrid. Porque el cronista siente curiosidad por comprobar in situ la coexistencia entre el calor mesetario, un casco histórico muy notable, sobrevolado por cigüeñas con vocación de bombarderos excrementicios, y la condición de ciudad dormitorio. Un dormitorio abarrotado, por cierto, porque la urbe alcalaína tiene ya 204.000 habitantes censados (2206) de los cuales, 36.800 (el 18%) son extranjeros y de éstos, 16.000 rumanos.

De ser ciertos determinados arquetipos, al viajero, nada más llegar a la estación de Alcalá de Henares procedente de Madrid, se le debería poner cara de guiri ilustrado, de los que se preocupan cosa mala por la cultura. O sea, que toca Universidad, de la que es Rector Magnífico, Virgilio Zapatero, quien, entre 1986 y 1983 fuera Ministro de Relaciones con las Cortes en los gobiernos de Felipe González. Incluso podría haberse inscrito en un curso de verano de los que no se salva ni la propia universidad visitada, porque pongamos que de un par de décadas hacia aquí, la proliferación de los centros de enseñanza superior, tanto públicos como privados, hace que en época estival haya más cursos de verano que cámpings. Cosas de la pasión por la cultura, apartado coros y danzas, que sienten las administraciones públicas y a cuya organización --desgravan—contribuyen acaudalados patrocinadores institucionales. Lo cierto es que el cronista viajero, debidamente prevenido por experiencias anteriores, se ha salvado de asistir a cualquier tipo de curso veraniego, aunque no de tomarse cañas de cerveza y alguna que otra copa nocturna.

Quien más, quien menos, aunque sea un analfabeto funcional (categoría de la que no hay que excluir a famoso/as, políticos, tertulianos y hasta algún catedrático universitario), acude al curso que te garantiza --gratis total, en la mayoría de los casos-- una estancia de cinco días en lugares tan maravillosos como Santander, o El Escorial, o Granada, o Salamanca, Mojácar, Úbeda, Cáceres, Santiago de Compostela, etcétera y, por supuesto, Alcalá de Henares. Vamos, un chollo... Los hay que, durante dos meses, empalman un curso con otro y se recorren la geografía monumental española, gastando menos que el Gobierno vasco en banderas españolas.

Hay cursos para todos los gustos: de arqueología, de matemáticas aplicadas al cálculo del aforo de las discotecas, de sociología práctica, de educación sexual para mayores y menores acompañados, de la cría de las gambitas de estero en granjas marinas, de canaricultura, introducción al cálculo de hipotecas bancarias, y hasta de literatura y teatro. El abanico es inmenso, tan inmenso y amplio como las distintas categorías de ponentes: eruditos, tecnócratas, viva-la-Virgen, crípticos, inverecundos (o sea, jetas, en lenguaje coloquial), ignorantes, bobos alicatados hasta el techo, monotemáticos (tienen una sola ponencia que les vale para cualquier circunstancia), y un largo etcétera. Eso sí, los docentes y los discentes siguen idénticas pautas de conducta diaria: dormir como lirones, comer como tragones y beber como cosacos (y, en bastantes casos, además, copular cual mandriles/as en celo). Vayamos al dormir. ¿Cómo van a dormir si trasnochan?. Pero bueno, ¿quién dijo que hay que dormir de noche?. Durante el curso, estratégicamente situados en el aula, se pueden echar unas buenas cabezaditas, especialmente si se es alumno. En las conferencias estivales se duerme a pierna suelta y mucho es que los ronquidos de uno no despierten a los circundantes. Aunque hay algún caso curioso, vivido por el propio cronista viajero en Santiago de Compostela, nada menos que en el Aula Magna de su antigua universidad, donde soportó a un ponente que, sin dejar de hablar, era capaz de dormir. Estaba tan habituado, durante cursos y cursos, a esto de largar su rollo --sospechosamente el mismo en cada convocatoria anual-- que entraba en una especie de trance de sonámbulo, y así se recuperaba de los estragos del botellón cultural nocturno de la noche anterior. Acabada su ponencia, el susodicho pope cultural, desperazábase e íbase a tomar el aperitivo con sus colegas.

Si entre el profesorado de los cursos de verano hay elementos así, el alumnado tampoco les va a la zaga. Los hay empollones, que andan a la caza de créditos para completar su licenciatura, máster o doctorado; los hay que, mediante una beca, aprovechan para conocer otras ciudades; los hay que, fruto de la explosión hormonal de la juventud, van al grano: a ligar desaforadamente, con la esperanza de refocile carnal; e, incluso, hay alumnos que saben más de la materia que los propios ponentes, por no hablar de quienes --ínfima y perversa minoría-- asisten a un curso de verano con la voluntad expresa de aprender. Estos últimos, junto con los redichos y empollones, son los que ponentes y profesores evitan a toda costa. Y hacen bien. A la universidad de verano se va a descansar, a ver y a ser visto, no a aprender.

Algo de todo lo anterior, pero matizado, sucede en la Universidad de Alcalá, fundada por el Cardenal Cisneros en 1499 como proyecto educativo absolutamente novedoso, que arquitectónicamente hoy se materializa en el Colegio de San Ildefonso, sede del actual rectorado, y una joya del primer Renacimiento.. En él se conciliaban los mejores modelos de la tradición de entonces -París y Salamanca-- con aquellos otros más innovadores como Bolonia y Lovaina. El Cardenal Cisneros quiso que esta Universidad, que nacía con la Edad Moderna como avanzada en España de las corrientes renacentistas y humanistas de Europa, fuera el crisol donde se educara no sólo el clero regular y secular dispuesto a afrontar la reforma eclesiástica, sino también los nuevos funcionarios competentes que necesitaban los reinos de España. El éxito de aquella empresa hizo que Alcalá se convirtiera en la sede de una aristocracia universitaria que hizo posible nuestro Siglo de Oro. Durante los siglos XVI y XVII, la Universidad de Alcalá se convirtió en el gran centro de excelencia académica. Y,, en el siglo XVIII, especialmente en su último tercio, una reforma de los estudios universitarios y la decadencia de Alcalá. En 1836 la Universidad de Alcalá se traslada a Madrid como resultado del proceso de desamortización. Pero en la ciudad siempre se mantuvo viva la aspiración de recuperación de su Universidad. El aliento de los alcalaínos, el prestigio de su pasado, la recuperación de la memoria histórica y el nuevo impulso que dio a la educación en España la transición democrática, hicieron posible que en 1977 volviera a abrir sus aulas la Universidad de Alcalá.

Desde entonces hasta la fecha, el esfuerzo colectivo y el tesón de sus gestores han hecho posible recuperar su patrimonio intelectual, cultural y arquitectónico. La singularidad del modelo universitario, la aportación histórica a las letras y a las ciencias, a la belleza y riqueza de sus edificios hizo que el 2 de diciembre de 1998, la UNESCO declarara la Universidad de Alcalá Patrimonio de la Humanidad.

En la actualidad, la Universidad de Alcalá es una institución moderna, de tamaño medio, reconocida en Europa y América como modelo a imitar. Cuenta con casi 25.000 alumnos, 1.700 profesores y 800 trabajadores  administrativos y de servicio dan vida a  41 Titulaciones Oficiales, 15 Programas Oficiales de Postgrado, 43 Doctorados (15 de ellos con Mención de Calidad) y una importante oferta de Másteres y Estudios de Especialización. A los clásicos estudios humanistas y de ciencias sociales, la Universidad de Alcalá ha incorporado las más novedosas titulaciones en todos los campos científicos como las ciencias de la salud o distintas ingenierías distribuidas en sus diversos campus, que constituyen todas ellas, junto con el Parque Científico y Tecnológico, un factor decisivo de proyección internacional y de elemento dinamizador de la ciudad, en la que conviven los servicios con las industrias.

Ahíto de datos y de visitas a venerables piedras universitarias, el cronista viajero, pone fin a su etapa. Y decide quedarse en Alcalá una jornada más. Eso sí, en plan lúdico y para confraternizar con los nativos...

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