La roca insolidaria

Como era previsible, el gobierno del Partido Popular ha tenido que replantear el contencioso de Gibraltar en sus justos términos: el diálogo entre dos naciones soberanas, enfrentadas ayer y bienavenidas hoy. Es cierto que sin perspectiva de resultados prácticos a corto plazo, dada la turbia estrategia británica de condicionar cualquier modificación del estatus jurídico de La Roca a las opiniones del colectivo instalado a la sombra de la colonia militar, sin tener en cuenta el criterio descolonizador de Naciones Unidas ni la aplicación correcta de los términos del Tratado de Utrech.

La buena vecindad hace deseables las mejores relaciones posibles entre los moradores del Campo de Gibraltar y es conveniente que sus entidades locales se conozcan, se traten y se complementen, al margen de cual sea el curso de la historia. Pero lo que no es admisible desde la dignidad nacional y desde el respeto a las normas de Derecho que exigen cumplir los tratados internacionales entre naciones soberanas, es alterar su esencia admitiendo la intrusión de elementos sobrevenidos y ajenos al nivel competencial de los Estados. En un tiempo, afortunadamente pasado, la falta de conciencia nacional y sentido del Estado del gobierno socialista y de su ministro Moratinos, capaz de visitar el Peñón sin ruborizarse, como ministro de Asuntos Exteriores de España en tierra reivindicada por España y de sentarse, degradado como interlocutor, con una representación local no soberana, provocaron una sensación de desestimiento que era imprescindible corregir.

Las circunstancias que actualmente justifican una revisión del estatus previsto en el Tratado de Utrech, además del universal imperativo descolonizador, emanan del actual nivel de relaciones entre el Reino Unido y el Reino de España. Ambos estados son, en la actualidad, miembros de la Unión Europea y aliados en el seno de la OTAN. Esto demanda una cooperación estrecha en economía y en defensa en zonas de interés común y una optimización al máximo de las capacidades militares aliadas. Lo razonable sería que ambas naciones acordasen lo más eficaz en relación con sus medios e instalaciones de inteligencia o de apoyo aeronaval, desde sus competencias exclusivas en materia de defensa en una zona sensible que incluye la seguridad del propio Gibraltar. Esta demanda se ve, en nuestros días, acentuada por situaciones peligrosas, por no decir grandes amenazas, como el armamento nuclear de Irán, que están exigiendo planteamientos realistas, tal y como el escudo balístico antimisiles flotante basado en Rota que beneficia a toda el área mediterránea pero solo cuenta con la exclusiva cooperación hispano-norteamericana. Frente a esta evidencia, la unilateralidad de unas instalaciones obsoletas, físicamente raquíticas y políticamente discutibles, resulta un incordio, como lo es que este incordio pueda ser alimentado y estimulado por intereses de financias oscuras o de comercio ilícito refugiado en los estrechos rincones libres de un territorio principalmente dependiente de servidumbres militares. Unas relaciones de colaboración sincera propia de aliados sería el mejor ejemplo -al margen de polémicas de titularidad- de cómo podría encajarse en la práctica la solución a cuestiones colaterales resolubles en el plano diplomático. Aunque parezca contradictorio, en este asunto hace falta más camaradería militar que politiquería de casa de vecinos. Es mejor poner galones sobre la mesa que abusar indefinidamente de una digna bandera como tapete para encubrir trapicheos de mercachifles.