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Que nada cambie para que nada siga igual

Que nada cambie para que nada siga igual

sábado 21 de septiembre de 2013, 12:05h
Llevado sin duda de una buena voluntad que a mí se me antoja errónea, el Gobierno de España se empeña en que nada ocurre y, por tanto, lo urgente es, como decía Pío Cabanillas, esperar. No se sabe a qué, o a quién, o cuándo. Y, como, según la tesis oficial, nada ocurre, nada debe cambiar, contradiciendo a Lampedusa, a quien, no sé si con exactitud, se le atribuye aquello de que lo conveniente es "que algo cambie, para que todo siga igual". Así, el Ejecutivo de Rajoy despacha lo mismo la cadena humana en Cataluña, pensando quizá que, al fin y al cabo, no eran tantos y, en último caso, Europa dará con la puerta en las narices al inconsistente Mas, que al nuevo y grave achaque del Rey. Quien, por cierto, también se empeña en dar una imagen de normalidad, tenaz en su rechazo a admitir que el tiempo pasa y que, solamente con ello, ya están pasando muchas cosas.

Yo diría que, sin embargo, España es el país del cambio perpetuo, o, más bien, el país de los pequeños cambios, que no solamente no son 'el Cambio', sino que obstaculizan una verdadera rehabilitación, una regeneración, que es lo que, política, moral, ética y estéticamente, reclaman muchos para España. Así, el Consejo de Ministros anuncia -que no aprueba-futuras medidas contra la corrupción que no son sino parches que evitan auténticas transformaciones estructurales. O da luz verde a una reforma del Código Penal que no es sino un deseo del titular de Justicia de perpetuar su memoria más allá de cuando le visite el motorista con el cese, cosa que, a tenor del inmovilismo que muestra el presidente, no parece que vaya a ocurrir demasiado pronto.

Yo diría que ese afán de estabilidad -es lo que él cree que es este inmovilismo, estos silencios, tan suyos-que muestra Mariano Rajoy se basa en una admiración por los países europeos más asentados en sus estructuras, en su sistema. Como Alemania, sin ir más lejos. Olvidando que, por ejemplo, esa Alemania, que este domingo revalidará muy probablemente a la canciller Merkel, fue la de la reunificación, paso audaz donde los hubo, o la de la gran coalición pasada y acaso futura: cuánto mejor nos hubiese ido a todos si, en aquel 2008 de la nueva victoria de Zapatero, nuestra escueta clase política se hubiese atrevido a algo semejante. Pero, para eso, para que todo siga igual de normal, hay que arriesgarse a incurrir en la anormalidad, inclyendo reformas en la Constitución, o en los usos y costumbres, tan ajenos, en nuestro país, al pacto político.

Claro, Alemania tiene estabilidad en su sistema federal, pero lo construyó sin los sobresaltos, olvidos, trampas y cartones que han presidido la andadura del Estado autonómico español. Y, también es obvio, casi nadie, ni siquiera en Alemania, sabe quién es el presidente germano, el jefe del Estado, llamado -he tenido que buscarlo-Joachim Gauck: su papel es meramente representativo, poco depende de él. En cambio, por estos pagos hay tantas cosas, en las relaciones internas e internacionales, colgadas de la marcha de la salud de Rey, o de que finalmente acepte o no abdicar,  que hay que convenir que el jefe del Estado es mucho más que esa figura representativa que caracteriza a la República Federal Alemana. Y que de cómo funcionen las cosas, incluso las íntimas, en La Zarzuela, dependen demasiados asuntos sustanciales.

Algún día, no demasiado lejano, los españoles quisimos considerarnos, y que nos considerasen, "los alemanes del sur". No me gustaría parecer demasiado pesimista, pero me parece que hoy no podemos estar más alejados de ese país que este domingo se enfrenta, lleno de seguridades en su futuro, a unas elecciones que puede que tengan un cariz continuista, pero que van, en todo caso, a cambiar lo sustancial para que lo importante siga igual...de bien. Qué envidia, siento tanto decirlo...

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>> El blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>>
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